jueves, 30 de abril de 2009

Influenzamientos

Perspectivas. “Mamá, ¿qué es más grande: un virus, una persona o un país?...”

Sublevación. “Podrán taparnos la boca pero no callarnos.”

Consciencia. “Esto no hubiera ocurrido en un mundo vegetariano… ni en un país preparado, claro.”

Oficios. La influenza no contagia a todos de pobreza: El que puso un Domino’s está feliz de no tener una fonda. El farmacéutico agradece no haber invertido en aquel viejo bar. El músico se cuestiona por enésima vez si eligió bien su oficio a la vez que el maestro entierra sus pies en la arena. Blockbuster se regocija mientras Cinemex se retuerce. El tortero callejero, ex teatrero, sonríe con sorna mientras le prepara una cubana al gordito que, tras la primer mordida, piensa con alivio: “Sabía que aún no era momento de inscribirme en el gimnasio”.

viernes, 17 de abril de 2009

Regreso

Luego de seis meses viajando, regreso. El viaje continúa. Siempre continúa. Hasta que, inevitablemente, deja de continuar. Para siempre. Pero por ahora continúa allá, donde nací, donde se encuentra la mayoría de los seres que más quiero en este planeta (el único que conozco hasta ahora). Y verlos, abrazarlos, es suficiente razón para, aunque sea, darme una vuelta por ese país que varios dudan que sea el “mío”. “A ver —me dice, dubitativo, inquisitivo e intrigado, un boricua a las pocas horas de conocerme— No comes carne ni mucho pique (chile), no tomas tequila ni ninguna otra bebida alcohólica, no te gusta el futbol, las telenovelas, ni el Chavo del 8... ¿Seguro que eres mexicano?” Pues sí. Eso dice mi acta de nacimiento. Tampoco uso sombrero ni ando a caballo ni duermo la siesta recargado en un cactus. Pero sí, de allá soy... Que yo sepa... Y allá voy... Que yo sepa...

¿Que si valió la pena el viaje? Valió la pena desde el instante mismo en que decidí emprenderlo. Antes de desmontar mi departamento, de guardar, regalar y prestar algunos muebles y otras escasas pertenencias; desde antes de vender mi carrito e intercambiar mi moto por una cámara de video para registrar algunos momentos de esta odisea. Sin duda alguna. Valió la pena por completo.

¿Que si aprendí mucho? No creo. Qué sé yo. Si acaso, aprendí más de lo que aprehendí; y ahora creo que parte de aprender es no aprehender... Experimenté. Eso sí. Viví. No de todo, pero un poco de mucho. Hubo etapas en las que trabajé tanto que apenas (y a penas) podía mantenerme de pie, otras en las que hacía tan poco que cada minuto duraba una hora; pasé por fríos y calores paralizantes, enfermedades noqueadoras y alegrías que lanzaban fuegos nada artificiales; hice estallar al público en risas y aplausos e hice estallar a sannyasins en cólera; me lanzaron piropos, felicitaciones, apodos chistosos, mentiras, dinero al piso, insultos, pelotazos, flores, porras... pero nunca nadie me lanzó a su hermana. Desaprendí bastante, des-aprehendí más.

Vuelvo con las arcas vacías, los pies cansados, las alas peinadas por variados vientos y ventarrones, amedrentadas por nimias nubes y nubarrones; con las llantas de patines bien aceitadas y listas para seguir rodando. Vuelvo luego de las mermas y mutaciones que padecieron mis ahora nulas finanzas: varos-pesos-dólares-euros-rupias-euros-dólares-pesos dominicanos-dólares-pesos. Vuelvo más ligero, sin algunas maletas, prendas y zapatos que se quedaron en el camino, que murieron desgarradas o agujereadas luego de dar cuanto pudieron, no más, no menos: aleccionador, juicioso y loable. Vuelvo contento y satisfecho después de darme cuenta que todos, sin importar edad, religión, poder adquisitivo, género, preferencia sexual, nacionalidad, casta o hábitos alimentarios, todos, sin excepción alguna, tenemos dolores, heridas profundas, miedos, anhelos, desamores, celos, envidias, bondad, empatía, resentimientos, sueños, intenciones, pérdidas, logros, tropiezos, éxitos, fracasos, culpas, ansiedades, deseos, compasión, ternura, amor... Que algunos no aceptan estar hechos con varios de éstos y otros tantos materiales de construcción; que otros sí y no hacen nada al respecto; que algunos más, para endurecer unos de ellos e intentar diluir los que consideran negativos o destructivos (materiales de construcción destructivos... interesante...), meditan, se integran a un club deportivo, van a terapia, le pegan a un saco de arena, practican algún deporte, corren, gritan, se inscriben a clases de cerámica, ajedrez o macramé, lloran, hablan por teléfono, se pierden horas frente a pantallas varias, trabajan de más, se manifiestan, escriben, leen, cantan, pintan, actúan, improvisan... Pero que nadie nunca alcanza la perfección. Porque nadie es perfecto... O todos lo somos, si no pensamos en la perfección como la carencia de defectos... Que somos más que nuestra personalidad y nuestros egos. Mucho más que nuestras palabras...

Gracias, oh imperfectos y amados lectores, por eso, por leerme, por ser mis compañeros de viaje, por hablarme o escribirme, por estar pendientes, cerquita, por estar. Gracias a toda la gente que no conocía y que se cruzó por mi camino en esta inolvidable travesía. Gracias al destino por permitir o provocar dichas coincidencias.

Gracias. Millones.

Hasta pronto. Hasta siempre. Hasta entonces... Hasta mañana, que descansen.

Los abrazo. Los abrazo fuerte, del lado del corazón y con las mejillas húmedas. Los abrazo brevemente, con la eterna brevedad de la existencia.

Amorosamente,

Piolo, Luis, Fernando, Luis Fernando, Jesús, Jesucristo, El Buki, Marco Antonio Solís, El mexicano, The Mexican, El Tetazo mayor, El viajero, El cumpleañero, Chuchi, El Número 28, El Árbitro Maldito, El Capitán de la Selección, El Profe, El de los mails largos, Yo, Nosotros, Todos.

PD.- Las frases que les envié en el primer mail de esta serie, hace ya medio año, siguen teniendo para mí bastante sentido, nuevos sentidos, quizá:

“Atte(ndiendo la necesidad de moverse por fuera para moverse por dentro).

Piolo.

‘El placer de viajar es testimonio de inquietud e irresolución, que no en vano son nuestras cualidades primordiales y predominantes’ —Michel de Montaigne” 

Mis peores deseos

Sé que ya pasó mi cumpleaños hace un buen rato, pero sigo lee y lee los deseos que me enviaron y no dejo de disfrutarlos, no tienen desperdicio. Así pues, he decidido mandarles la lista completa, con todo y los extemporáneos, para que los gocen ustedes también.

Como siempre, mis mejores deseos (aunque en este mail enliste los peores)

Piolo

Lista completa de peores deseos:
Te deseo que te dé ése ¡oh! que tanto deseas.
Te deseo un político (aquí en Puerto Rico tenemos un arsenal que llevan a la bancarrota al país de preferencia, mientras ellos viven el lujo y desperdicio).
Mira, se que va en contra de tus pedidos pero te deseo lo mejor.
Te deseo que no seas feliz.
Te deseo que no puedas estudiar actuación en Barcelona.
Te deseo que regreses a trabajar jornadas de ocho horas y encerrado en una oficina.
Te deseo que se terminen los días divertidos. 
Te deseo que te conviertas en una persona aburrida, fresa, formal y muy razonable.
Te deseo que dejes de desear.
Te deseo que dejes de tentar e intentar.
Te deseo que en tu cumpleaños todo te salga mal y que todo lo que te propongas no se cumpla porque no te lo mereces ¿ok? Ni pastel te mereces, así es que ojalá que no te den pastel.
Te deseo que en tu cumple salgas a la calle para ir a festejar y cuando cruces la calle pase un
camión de doble semi-remolque y te atropelle.
Te deseo que te folle un pez... ¡Qué digo! Mejor el cardumen completo.
Te deseo una botellita de jerez para que todo lo que te deseen se cumpla al revés.
Te deseo que los golpes en los dedos del pie con las patas de las camas sean muchos más que los que pudiste haberte dado en los pasados 10 años.
No te deseo nada porque ya lo tienes todo.
Te deseo que se te empiece a caer el cabello.
Te deseo que a partir de ahora todos tus familiares te empiecen a preguntar “¿y para cuándo te casas, LuisFe?”
Te deseo que te empiece a fallar el ruiseñor (el pajarito).
Te deseo una semana entera en compañía de Osho.
Te deseo que te hagan suyo Osho malandrines al mismo tiempo.
¡Ah, ya sé! ¡Te deseo que cumplas veintiOsho!
Te deseo que en tu cumpleaños el pinche tráfico y un accidente en la avenida principal te impidan llegar a tu festejo, y que un policía de tránsito te lleve a la delegación por intentar pasarte el semáforo en rojo y, por lo tanto, ¡¡¡pases la noche en la comandancia!!!
Te deseo que… ¡Te regreses a México! Es lo peor que se me ocurre desearte a ti en particular.
Te deseo que del ponqué de cumple salga Bush empeloto con maracas azules.
Te deseo que pierdas todos los vuelos que tengas programados en tu vida.
Te deseo que un virus implacable destruya todos los archivos de tu compu.
Te deseo que despiertes mañana hablando un idioma que ni siquiera tú conoces.
Te deseo que nunca puedas ver el canal Playboy y ni siquiera recuerdes porque lo querías ver.
Te deseo una vida condenada a seguir adelante sin saber qué es una sonrisa.
Te deseo que todas las comidas te sepan a jengibre revuelto con huevo podrido.
Te deseo que todo lo que toques se vuelva mi… miseria.
Te deseo que siempre que tomes un metro o autobús esté lleno de gente oliendo a  perro mojado.
Te deseo que nunca encuentres un par de zapatos a tu medida y, por lo tanto, tengas que recurrir a caminar en plantillas de cartón.
Te deseo que el día que vayas a celebrar tu cumpleaños tus amigos te quemen la cocina, se orinen en tu cama y boten tu ropa por el balcón.
Te deseo que desees con todo tu corazón y lo demás a Whoopi Goldberg,  Rossy de Palma y a sus respectivas madres en tanga.
Te deseo que no desees nada.
Te deseo un no deseo.
Te deseo que vuelvas a la India, al centro de Osho, y que te toquen peores trabajos, gastes más plata y te vayas más enojado.
Te deseo que pases el día entero intentando cruzar la calle... en la India.

Te deseo que regreses al minuto 1 de tu vida, obligado a vivir los siguientes 28 años exactamente igual que la primera vez.
Te deseo que todo, absolutamente todo lo que pienses se haga realidad.

Te deseo que los del curso de principiantes sean pésimos improvisadores y los hagas llorar a todos.
Te deseo que nos hagas llorar a todos.
Te deseo que te invada un enorme deseo por irle al América.

Te deseo que todos los que te feliciten te canten la versión completa de las mañanitas.
Te deseo que te lleven a comer a Italiannis.
Te deseo que debas usar todo el día tacones, tanga y brassiere de varillas.
Te deseo que te baje y no tengas ni un pinche Syncol.
Te deseo que no puedas improvisar nunca más.

Te deseo que pierdas para siempre el sentido del humor.
Te deseo que te pique una mosca en el pene.
Te deseo que te salgan pelos en la tuna.
Te deseo que ames sin ser correspondido.
Te deseo que no puedas amarrarte los zapatos.
Te deseo que no puedas engordar.
Te deseo que no te sirvan las papilas gustativas.
Te deseo que no puedas oler nada.
Te deseo que no puedas sentir nada.
Te deseo que dejes de tener fe.
Te deseo que nunca puedas llorar.
Te deseo que no puedas reír.
Te deseo que dejes de tener amigos.
Te deseo que se te infecte la oreja.
Te deseo que trabajes mucho.
Te deseo que pierdas la confianza.
Te deseo que te deje de gustar Impro.
Te deseo que aprendas a olvidar.
Te deseo que te hagan daño las enchiladas de mole del "Híjole”, se me hace que por eso el nombre, pero bueno... ya se verá....
Te deseo que tus vibras de ahora en adelante sean muy muy negativas y a todo mundo le chupes la energía y la gente no se te acerque y no sepas por qué ....o algo así
Te deseo que cumplas medio año más.
Te deseo que ahora que estás en el caribe con calorcito rico, te tomes una chela tibia y se te pierdan tus chanclas. 
Te deseo la felicidad toda, plena y de golpe. Que despiertes con todo hecho y cada cita cumplida. Deseo que no tengas nada más que buscar ni que explorar, que no haya para ti más sorpresas, que te enamores para siempre con una intensidad tal que te ciegue. Deseo que te mires al espejo y sepas quién eres. Te deseo, pues, este pensamiento: ¿Y ahora qué?
Te deseo que te salga nariz de payaso y te crezcan las patas.
Te deseo que llegues tarde a todas partes y que cuando te hablen de impuntualidad rías como enano y te comas un banano.
Te deseo que tengas una amiga que se llame Verónica y se le olvide tu cumpleaños.
Te deseo que te pongas un Tampax por mas de 8 horas.
Te deseo que te depiles la ingle con cera hirviendo.
Te deseo que te expriman todos los granos de la espalda, de preferencia Niurka.
Te deseo una relación sexual con un eyaculador precoz.
Te deseo un sueño erótico con Elba Esther Gordillo.
Te deseo un ojo de pescado bizco.
Te deseo una servilleta mojada sobre tu plato.
Te deseo un vuelo de 18 horas junto a Paty Chapoy.
Te deseo que eructes una hamburguesa Memorable por la eternidad.
Te deseo un matrimonio con Voldemort.
Te deseo que Hermione nunca te haga caso.
Te deseo que siempre y por siempre tengas en tu cabeza la rola de... “wacha mara waa, wa cha ma charmamarcha cha".
Te deseo… Ajá, ajá. ¡Uh! ¡Ah!
Te deseo que sólo puedas escuchar canciones de Arjona.
Te deseo que nunca sepas cuántas chupadas tienes que dar a una Tutsi Pop.
Te deseo que cantes sólo canciones de Verónica Castro y Diego Vidal.
Te deseo que este mail ya se termine.
Te deseo que saliendo de tu casa, y dirigiéndote a tu debido festejo, un zorrillo te haga pis y debido a la terrible peste nadie se acerque a ti ni siquiera para felicitarte.

Te deseo que la cagues en todo lo que hagas y te lleve la chingada en todo; al cabo llevas cagándola 28 años.
Te deseo que se acabe el café en todo el mundo y estés obligado a tomar jugo de tomate por el resto de tu vida.
Te deseo que todos esos pinches deseos de arriba se cumplan.

Santa semana en Santo Domingo

(Que no es lo mismo que Domingo santo en Semana santa...)

Uno no sabe lo que es el surrealismo hasta que vive de cerca el caribe...

[Sé que es un mail largo, así que si optas por no leerlo completo, por favor, aunque sea, pasa a la nota final para enterarte de cierta información importante (por lo menos para mí). ¿Que dónde está la nota final? Pues al mero final. Gracias]

Todo comenzó con mi trayecto de Madrid a Puerto Rico, que empezó con una ardua entrevista (léase “interrogatorio”) por parte de la aerolínea española: que a qué iba a “Estados Unidos”, qué por qué fui a la India, que con quién me quedé en España, que cómo se llamaba la miss que me daba Inglés de preprimaria. Nada nuevo. Ya soy cliente frecuente. Uno de los elegidos para levantar sospechas en los aeropuertos. Ése que se llevan a un cuartito a parte porque como que les inspiro ganas de darme un trato especial, de conocerme más, de saber todo de mí. Luego, pasé migración por Filadelfia antes de llegar a la “Isla del Encanto”, y ahí, a causa de un par de respuestas apresuradas y torpes, resultado de un cansancio extremo, sí por el viaje, pero más por las miradas y preguntas inquisitivas, terminaron por darme permiso para quedarme en territorio estadounidense sólo un mes, no tres, como suelen darlo. El trámite para extender dicho permiso era largo y complicado, así que lo óptimo era salir del país y volver a entrar para que me renovaran la estadía. Revisando el mapa y escuchando sugerencias, llegamos a la conclusión de que lo más barato (¡ja!) y más sencillo (¡doble ja!: ja ja) era tomar un barquito a República Dominicana. Pa’ pronto, Gigio (el carnal con el que vivo, director de la escuela de Impro de acá) se puso a hacer unos contactos por allá y consiguió organizar un par de charlas/talleres breves de Impro y consiguió hospedaje para ambos. Vientos. Parecía todo resuelto. Tres días antes de partir le dicen a Gigio que, por ser colombiano, sí necesita visa para entrar a República Dominicana, que los del barquito le habían dicho que no, pero que fue una equivocación (¡idiotas!). Va de volada a tramitar la visa. Según esto se la entregan el viernes, el mismo día que salíamos; primero dijeron que como a eso de las 10am, después que como a la 1pm, y a la mera hora... nada, me llama de la embajada para decirme que no, que no se la dieron, que me toca irme solo. Pues ni modo, yo tengo que ir a fuerza porque al otro día vencía mi permiso para estar aquí. Entonces era irme a Dominicana o a la chingada. Y elegí la primera (que, finalmente, no son tan distantes).

Era ya la 1:30pm, más o menos, y la “guagua” que me llevaba hasta el puerto de donde salía el bote partía a las 2pm. ¡Pícale! Mi amiga Mariana me llevó rauda y veloz... Pero no lo suficiente. Llegamos, y la “guagua” ya se había ido. “¿A qué hora sale la otra? —A las 4pm, pero con esa ya no alcanzas a llegar a tiempo ferry— ¡Uff!” Qué cara me habrá visto esta mujer que inmediatamente llamó al chofer de la guagua y éste decidió regresarse por mí; hacía sólo cinco minutos que había partido. Ahí fue que comenzó este largo viaje. Para que se den una idea de qué tan largo: 1/2 hora a la estación de la guagua + 4 horas al puerto + 2 horas de trámite para abordar el barco + 2 horas de retraso + 12 horas de viaje + 3 horas de trámites y colas para salir del ferry. Sí, mal. Demasiado. (Aunque nada comparado con el regreso... ya llegaremos a esa parte) Todo esto sin camarote ni asiento dónde intentar dormir. Estaba tan lleno, que la gente se amontonaba en el piso, se acurrucaba en cualquier rinconcito o apañaba las sillas de los restaurantes para intentar echar un sueñito. Al principio, resultaba divertido viajar en este barco —demasiado grande para ser un ferry, demasiado pequeño para ser un crucero—, no tanto por los vergonzosos centros nocturnos —llenos de irritantes adolescentes cuarentañeros, ebrios e intentando arrimar al camarote a cuanta tripulante, mesera o viajera les pasara por enfrente, los mismos que más tarde lanzaban escupitajos y basura por la borda—, sino por el simple hecho de estar en alta mar, de surcar un agua tan oscura como el cielo y tan estrellada como el origen de su reflejo. Me dio tortícolis y acabé con la boca seca de tanto babear viendo esa luna durante tanto tiempo. Pero por ahí de la sexta hora de viaje, pues uno como que ya se empieza a aburrir. Nada. A encontrar un sitio medio libre y con luz decente para sentarse a leer. En la búsqueda, noté que el barco olía igual que el crucero que tomé cuando niño, a bordo del cual cumplí 12 años (sí, en efecto, uno de esos cumpleaños míos que caían en época de vacaciones; olvídate de pastel y amiguitos) y recordé la tarjeta que me dio mi mami aquel día, una que decía algo así como que disfrutara mi último año de niñez porque para el siguiente ya sería un adolescente (por aquello de thirTEEN, un TEEnager, pues). También me acordé que finalmente sí hubo pastel y amiguitos, patrocinados por una encantadora familia que conocimos en el viaje; y hasta recibí un regalo de Jaime Camil (ja, ja, ja), sí, en serio, el Piolo mocoso conoció a un Jaime no tan mocoso, quien al enterarse que cumplía 12 años me regaló un Garfield de peluche (uno “de colección”, sólo vendido en la “boutique” del crucero) igual a uno que le llevaba a su hermana. Y ahora estaba acá, estrenando mis 28 años, agradecido de ya no ser un “teenager” y de poder volver a ser un niño en muchos aspectos. Ahora no había tarjeta, ni mamá, ni Jaime, ni amiguitos ni pastel, pero sí los había como recuerdo, y esos viajes en mi memoria hacían que el marítimo transcurriera más de prisa. O menos lento, cuando menos.

Así, entre olas y mareas neuronales y resacas alcohólicas ajenas, llegamos a República Dominicana. Muy bien. ¿Y ahora? Sin mi compañero de viaje, que era quien tenía todos los contactos, información y, no menos importante, el cargador del celular (sin el cual no podía revivir mi teléfono, donde estaban los pocos números que me podrían ser útiles), me encontraba solo, sin planes ni hotel, ni brújula ni norte ni conocidos, con poquitita plata, llegando a un país del que no sabía nada salvo lo que había escuchado de los dominicanos de la guagua: que si hay toques de queda a las 12 de la noche para disminuir los asaltos, que si hay que andarse con cuidado, que si las muchachitas se prostituyen no sólo por unos jeans sino hasta por un plato de arroz, que si la pobreza está cabrona, “que si qué sé yo qué” (como dicen los puertorriqueños). Bajé del barco y la sensación fue muy similar a aquélla de cuando llegué a India. Otra vez era yo una minoría, “el blanquito en el frijol”, un posible “cliente” a quién sacarle plata legal o ilegalmente, un forastero que servía como diana para jugar tiro al blanco (aunque había diferencias importantes: esta vez traía mucho menos equipaje, lo que me permitía moverme con mayor libertad; acá, por lo menos hablaban el mismo idioma que yo, era en “mi” lado del mundo y, quizá lo más importante, ya había pasado por lo de India). Y es entendible. Por lo menos ahí, en el centro de la capital, hay un alto índice de pobreza; y los cruceros paran por unas horas o pocos días, bajan cientos de gringos y europeos a quienes hay que exprimirlos lo máximo y lo más rápidamente posible porque puede ser la única fuente de supervivencia en semanas. Y, culpa de mis genes y circunstancias, me etiquetaban como uno de aquellos. Mala mía.

El simple trámite para salir del puerto hacia la calle tomaba horas, era lento y desorganizado, así que la mafia de los maleteros se encargaban de “apresurar” tu salida por unos cuantos morlacos. Desde ahí saboreé el tipo de condimento que tendría mi estadía en la isla. Salí. “¿Taxi?” No, gracias. Hoy no tengo ganas de que me roben más tiempo o dinero. A caminar. Hasta encontrar la Ciudad Colonial o una Casa de cambio que se vea de fiar, porque hay decenas de éstas, improvisadas en las salas de las casas, con letreros hechos casi con cartulinas y crayolas, que dicen cosas como “Central Bank Sánchez”; obviamente no tienen a la vista las tasas de cambio y, supongo, depende del sapo tiran la pedrada (pobres sapitos); otros, más cínicos aún, te venden dinero directamente en la calle (“vender dinero”, qué loco... es como un incesto capitalista ¿no?). “¿Dolars, ser? ¿Nid som informeishon? ¿De dónde es usted? ¿Quiere que le consiga algo? Tengo de todo, le consigo lo que quiera... ¿Me ayuda con algo? ¿Discos, dulces, puros, sombreros? Hola, mi amigo... Me debe $10 pesos por decirle ‘hola, mi amigo’. ¿Le lustro los zapatos? —No, gracias, mira, traigo sandalias— Ah, bueno... entonces... ¿le lustro las sandalias?” ¡NOOOOOOO! ¡No quiero nada! ¡Sólo quiero poder caminar tres cuadras sin ser acosado! Encontré una Casa de cambio que, cuando menos, se veía bien establecida y con las tarifas a la vista. Pude comprar dinero y, con éste, agua, al fin. Llegué a la Ciudad colonial y la peiné en un par de horas buscando hotel. Extremos: unos carísimos, otros inhóspitos. El cansancio me estaba orillando a optar por uno de los medio caros pero habitable (aunque no tenía ni aire acondicionado ni tele ni clóset... ¿cama? Sí, creo que cama sí tenía), cuando de pronto vi en la pared de un edificio un gigantesco símbolo de Om (Aum, Ohm, la sílaba sagrada del hinduismo, el mantra, el sonido primordial de las meditaciones, el primero del universo, a partir del cual se creó todo, según los que creen en ello), me llamó mucho la atención y, a pesar de que mis pies me pedían que no lo hiciera, fui hasta éste para investigar qué era ese lugar; la curiosidad era demasiada. No supe en aquel momento qué era ese sitio, pero enfrente... (música celestial)... estaba el bellísimo, cálido y bien decorado “Hostal Salomé”, del cual salió la dueña para sorprenderme con su amabilísima bienvenida y sus adecuadísimas tarifas. “Y tiene aire acondicionado, televisión y en las mañanas le puedo traer su café”. ¡Bien! Claro, lo del aire y el café, genial, pero lo mejor era lo de la televisión, con la que cada noche podía cultivarme y enriquecerme con los más de seis programas católicos locales; aunque nada como el emocionantísimo “Gallerismo Nacional TV”. Efectivamente, querid@s, peleas de gallos transmitidas por televisión, con comentaristas, patrocinadores, porras, apuestas y toda la cosa; con los mejores golpes y muertes en cámara lenta. Primero me pareció salvaje, violento, arcaico, lamentable e imposible de creer. Luego pensé en las tan socorridas, aplaudidas y defendidas corridas de toros, “la fiesta brava”, y me parece que es la misma madre pero con mucho más garigol, filigrana y presupuesto... pero igual de salvaje, violento, arcaico y lamentable. Y si a esas nos vamos, prefiero lo divertido de Gallerismo Nacional TV, que, de tan absurdo, resulta involuntariamente hilarante.

Ya propia y cómodamente instalado, salí a comer uno de los platos típicos: pasteles. Que son como tamales oaxaqueños, envueltos en hoja de plátano y toda la cosa, también rellenos de pollo, cerdo o queso, sólo que la masa en vez de estar hecha de maíz, la hacen con yuca o plátano (plátano macho verde, cuando madura le llaman “amarillito”). Chidos. Sobre todo el de yuca. Comencé a recorrer el centro de la capital, la Ciudad colonial de Santo Domingo, República Dominicana. De hecho, fue lo único que conocí del país, sólo aquello alcanzable por mis sandalias sin lustrar (sí, aquéllas que compré en India pero que ya no me sacan ampollas). Esa área es similar a algunas de Puerto Rico, también con gente (sobre todo ancianos) reunida en plazas y parques para jugar ajedrez o damas chinas —en Miami y en Cuba, creo, pasa lo mismo; en Barcelona, en cambio, los viejecillos se juntan a jugar “bolos”, que es como jugar canicas pero con unas bolas grandes y de metal— o en “colmados” (tienditas, misceláneas, estanquillos) para echarse unos tragos. Es una ciudad húmeda, sudada, erosionada por el descuido salado del tiempo. No es particularmente limpia ni apacible. Como buenos caribeños, la gente es fogosa, candente, como sin inhibiciones, y lo mismo se gritonean e insultan hasta desgañitarse, que se avientan un piropo o se ponen a bailar a la menor provocación. Hay demasiada gente pidiendo limosna. Sobre todo hombres de mediana edad. Muchos de ellos con averías en la azotea, Quijotes tropicales que alucinan gigantes donde ni siquiera hay molinos. Mi favorito: aquél que es seguido por una decena de perros callejeros, a quienes dirige cual policía de tránsito, formándolos, dándoles instrucciones y llamando a cada uno por su nombre, labores entre las que grita algo así como “¡El rey de los perros necesita money para darle food a sus lobos!”... Los policías, palo en mano, rudeza en cara, los enfrentan y echan de una calle a otra, sólo para que un nuevo policía los eche también de ahí y, así, infinitamente. Triste. Una diferencia importante en cuanto a los pordioseros de Santo Domingo y de San Juan, tiene que ver con la influencia estadounidense en Puerto Rico, con su utilísima e inevitable presencia: aquí, piden dinero con un vaso de Burger King...

La primera noche fui a una fiesta del pueblo en una de las plazas. Hubo bailes regionales, que vendrían siendo el equivalente de nuestras chinas poblanas (algo así como “japonesas dominicanas”), y canciones a cargo de una versión local de “La Tesorito”, una mujer divertida, de uñas largas y amplias proporciones, como isleña que se precie de serlo, que entre canción y canción nos contaba “a sus amores” historias de romances y corazones rotos. Ahí me comí un elote (choclo, maíz) bien chafa. No le ponen nada. Ni limón, ni sal. Ya ni pensar en mayonesa, queso o chile piquín. El domingo descubrí con envidia y corajito que ese día cerraban la costera para que la gente anduviera libremente en bicis y patines sobre esa avenida que el resto de la semana es casi imposible cruzar sin auto; y yo tan desllantado, tan sin patines (Dato cultural: en Puerto Rico le dicen “gomas” a las llantas de los carros, y éstas no se ponchan sino que “se explotan”). De ahí hasta el martes a conocer lo conocible, a corroborar que era cierto todo lo que decían los oriundos en la guagua que me había llevado al ferry —de lo más triste era ver a aquellas muchachitas cenando con esos barrigones, sudorosos y alcoholizados europeos que juraban que las traían muertas, que era su sex appeal y no su cartera lo que las había conquistado—, a meterme temprano en el hotel —porque a eso de las 10pm el ambiente se torna aún más hostil que durante el día, atemorizante, a pesar de que todo estaba siendo vigilado por una imponente y casi deslumbrante luna cerca de su día 28—, a ver pasar el tiempo y a dejarme ver pasar para que los dominicanos me gritaran sin pudor alguno, de buenas a primeras, como si todos si hubieran puesto de acuerdo: “¡Hey, Jesús! ¡Miren, ahí va Jesucristo! ¡Oye, Buki!” o cosas por el estilo. Por lo menos cinco veces al día me gritaban algo relacionado con mi aspecto físico, siempre tenía que ver con Jesús o con Marco Antonio Solís. No sé por qué. No sé si ambos son muy famosos por allá (bueno, el primero, seguro), si de verdad me parezco y ellos son tan sinceros y poco cohibidos que son los únicos desconocidos que me lo dicen, me lo gritan porque se les da gana, si era una broma de cámara escondida en la que todos se pusieron de acuerdo o qué, pero era increíble. La primeras tres veces me sorprendió y me hizo gracia. Las siguientes comenzó a irritarme. Las últimas estaba ya tan acostumbrado que me daba igual. ¡Me acostumbré a que me gritaran “Jesús” en la calle! Qué cosa... Ah, bueno, y una vez, sólo una, me gritaron “¡artista!”; y pensé “ush, si lo único que necesitas para ser —o por lo menos parecer— artista es no cortarte mucho el pelo, ahora entiendo el éxito de Laureano Brizuela... y qué decir de Daniela Romo... Bien, voy por buen camino”.

Y mientras creía que llegar o permanecer en República Dominicana en aquellas condiciones podía ser complicado, no imaginaba que lo verdaderamente difícil sería salir de ahí. Dejé el hotel a las 12pm. Llegué al puerto del ferry a las 5pm, tres horas antes de que zarpara; anticipación que hubiera parecido exagerada si todo hubiera fluido fácil, pero que a penas resultó ser suficiente. Primero no me dejaban entrar porque no tenía boleto de regreso. “¿Cómo voy a tener boleto de regreso si no pienso regresar? —Bueno, pues tiene que enseñarnos un boleto que compruebe que usted va a salir de territorio estadounidense próximamente— Pues hubiera estado bueno saber eso antes, ya tengo mi boleto de Puerto Rico a México, pero no lo traigo conmigo, está en Puerto Rico. —Ah, pues ese no es mi problema. No puede entrar. Tendrá que comprar otro boleto, de San Juan adonde sea, algo que pueda mostrarme—” Finalmente alguien se dignó a ayudarme a conseguir el teléfono de una oficina local de Copa Airlines, llamaron, corroboraron que tuviera un boleto con ellos y luego de como 40 minutos de enredos, discusiones, pérdida de papeles (ya no se diga de tiempo) y ambiente ríspido, me dejaron pasar. Pero no debí haber cantado victoria, porque venía lo mejor (por cierto ¿alguien ha escuchado o cantado alguna vez dicha canción llamada “Victoria”? ¿Cómo va?). La siguiente etapa incluye una señorita que, tras el mostrador y tras su desinteresada sonrisa, revisa mis documentos y me dice “uy, joven, es que no se parece en estas fotos” —Bueno, no, fue hace siete años y, ciertamente, el pelo corto y blanco de la foto de mi visa hace que me vea un tanto diferente, pero pues claro que soy yo—. “Lo siento, pero tendrá que pasar a aquella oficina.” Era exagerado y arrogante llamarle “oficina” a ese cuartucho de tablarroca amueblado con tres escritorios desvencijados y disparejos, dos casilleros abollados, un archivero oxidado, la enorme y retocada con aerógrafo foto del director del lugar dentro de un dorado y barroco marco, y un inmenso artefacto que, primero, pensé que era un pequeño refrigerador, pero que resultó ser una máquina de fax. Ahí, me recibieron amablemente las Ángeles de Charlie dominicanas, las encargadas de velar por el orden e intereses norteamericanos y de evitar la entrada al barquito a cualquier sujeto sospechoso. Para llevar a cabo su encomiable labor, su misión inservible, están equipadas con las más modernas técnicas, sistemas y aparatos de investigación del nuevo siglo: un pequeño cuentahilos, un cojín de tinta (sin tinta) y muchas hojas recicladas. “Hola. A ver, párese derechito, por favor. No, pues no se parece. —Decía una de ellas mientras pasaba sus ojos del pasaporte, a la visa y de la visa a mí una y otra vez— Acérquese, aléjese. Mira, es que no se parece —y le pasaba el cuenta hilos y los documentos a su compañera agente—. Por favor ponga su dedo aquí, ahora aquí, es que necesito revisar su huella digital. ¿Ya no hay más tinta? ¿No? Bueno, entonces presione más fuerte. A ver, otra vez. Una más. No, es que no se alcanza a marcar bien. A ver, míralo —y le entrega mi visa y mis pálidas huellas digitales a la tercera agente—. ¿Te puedes recoger el pelo? A ver, voltea un poco hacia acá. ¿Eres de México? ¡Méeexico lindo y querido...! No, pues no te pareces... ¿Pero sabes a quién te pareces? —Sí, supongo: ¿A Jesucristo?— ¡Sí! ¡Eso te iba a decir primero, pero luego, viéndote bien, te pareces más a Marco Antonio Solís! A ellos dos sí te pareces, pero a ti no... Déjame decirte que es un honor parecerte a tan buen cantante... (Para entonces yo ya me carcajeaba. Literalmente. Era taaaan absurdo todo que ya ni molesto estaba.) ¡Un momento! Miren cómo le sobresale la oreja izquierda... ¡Sí es él! Sí, es cierto. Adelante, puedes pasar. Que tengas buen viaje.”

Otra vez más de 12 horas de incómodo viaje a penas subsanado por la majestuosidad del faro astral que, clavado en el horizonte, marcaba un sendero de plata que el ferry seguía tan rápido como sus arcaicos motores le permitían. “Bueno, lo logré. Todo esto para extender mi permiso de estadía. Pero ya estuvo.” Pensé. ¡ÑÑÑEEEEEEENG! ¡Error! Aún tenía que pasar por migración en Puerto Rico. Una vez más al interrogatorio. Por fortuna, más amable y más breve de lo habitual. Más directo también. En algún punto, el oficial desenvainó y dio un certero sablazo : “vamos a ser más honestos ¿sí? Dígame la verdad: ¿usted hizo este viaje a República Dominicana sólo para extender su estadía en territorio estadounidense?” —Sí, señor, definitivamente— “Bueno, gracias por la sinceridad; eso no es ilegal, pero sí lo sería darle un uso indebido a su visa de turista. Pase, y feliz estancia.” —Gracias, Feria— Sí, se llamaba “Feria”. Y “Feliz” se llamaba el que me revisó a la ida. Y aunque yo no estaba tan Feliz de mi experiencia en Santo Domingo, tengo claro que cada quien habla según como le va en la Feria...

Ahora sí, las cuatro calurosas horas de guagua (una Suburban con 13 pasajeros dentro) y estoy en “casa”. ¡JA! ¡Pues no! El chofer se ofreció a llevarme hasta el departamento donde vivo. Acepté. Terrible error. Fue repartiendo al resto de los pasajeros uno a uno y, claro, mi parada era la última. Sólo que, de pronto, ya cerca de San Juan, también comenzó a recoger más pasajeros, paquetes y enormes bolsas con “mercancía” para llevar a no sé dónde. Me pidió que le ayudara a subir una de esas maletas. Cómo pesaba. Preferí no preguntar qué era. Me dijo, como leyéndome la mente, que eran zapatos. “Claro, con todo y piernas”, pensé, dado que cada vez estábamos en barrios más y más tenebrosos. Y yo ya sin un peso en la cartera, muerto de sed y sin energía suficiente para reclamar nada. “Ya sólo recojo a dos pasajeros con sus maletas y te paso a dejal”. ¿Dos pasajeros? ¿Maletas? ¡Mis polainas! ¡Eso era una mudanza completa! ¿Y adivinen quiénes cargaron todo y lo amarraron en el techo de la guagua? El chofer y yo. Estaba yo tan aburrido y él tan en aprietos, que cuando me dijo “¡hey, flaco, échame la mano!”, no lo dudé. “A ti te toca esta caja pesada, tú que estás más joven.” —¡Pues sí, cabrón, pero yo llevo más de 24 horas viajando y éste ni es mi trabajo!—, le escupí sin pensar. Él se rió. Por fortuna. Porque bien que me arriesgué a que mis sandalias (y mis piernas) terminaran en una de esas petacotas. Una hora más tarde y luego de tomarme la helada Coca Cola que amablemente me regaló, afirmó con cara de agradecimiento: “Español ¿verdad? (error típico de los caribeños, que confunden mi condición de “zipi zapo” con el “zezeo” de aquéllos —en Colombia les dicen “zopitas” a los zipizapos—). —No, mexicano—” Alegre y vigoroso, estrechó su mano —que era bastante pesada, no sólo por regordeta, sino también por el enorme reloj, esclava y anillos de oro que la adornaban— con la mía, y sentenció, como si hubiera alguna duda de ello: “Yo soy cien pol ciento pueltojiqueño. Soy ‘Yuniol’ (Junior), ¡para selvilte!” Finalmente, “Yuniol” me estaba dejando en la puerta de donde vivo a eso de las 4:30pm, casi 30 horas después de que yo saliera del hotel de Santo Domingo. Increíble. Sobre todo cuando en los mapas parecen tan cercanas entre sí ambas islas. Y lo están, de ciertos modos. Tan lejos y tan “cercas”.

Y, hablando de cercas, éstas dejarán de separarnos pronto, mi gente bonita de México... ¡Ya voy para allá!

Nota final (que, por cierto, no está al mero final del mail, pero casi. Disculpen la falta de exactitud.): Ya tengo fecha de regreso a México. Luego de mucho pensarlo, organizarlo, coordinarlo, decidí ya pasar por allí. Llego el domingo 29 de abril a las 2:15pm (Vuelo #210 de Copa Airlines, procedente de Panamá, para ser más preciso :p). ¿A qué? ¿Por cuánto tiempo? ¿Adónde exactamente? Pues ya me enteraré y ya se enterarán ustedes. Próximamente envío otro correo para no seguirlos cansando con éste. Hasta pronto, queri@s.

PD.- ¿Qué era el edificio con el símbolo de Om? Un antro. Un antro desde cuya azotea me gritaron una noche: “¡Salud, Jesucristo!”

Salud. Pueden ir en paz. El mail ha terminado.

Los 28 peores deseos (los mejores... o sea, los peores


De niño me frustraba cumplir años cuando caía en Semana santa, porque todos mis amiguitos estaban de viaje y no podían festejar conmigo. O yo con ellos, pues. Muchas veces también yo estaba de viaje, y eso no era nada padre en aquel entonces. Creo que un poco de ahí viene mi costumbre de no festejar; ya nunca, aunque mi cumple no caiga en época de vacaciones. Esta vez, aunque no sean vacaciones, también me agarró de viaje. Y también me frustré por no compartir con mis amiguitos. Ahora sí quería. Otra vez. Debe ser ya algo del karma... Tanto insistes en no celebrarte, que entonces cuando ya quieres, nanai. La única diferencia importante de cuando era niño y ahora, por lo que esta vez no estoy tan frustrado, no es porque haya madurado, no es porque ya me den igual mis amiguitos, sino que lo único favorablemente distinto es que ahora hay mail y Messenger. De verdad, recibí tantos abrazos electrónicos, tanto amor de pantalla, que me siento felizmente abrumado. Gracias. A todos. Por tanto. Me hicieron sentir. Mucho. Qué calor. Y no, no porque mi compu esté sobrecalentada. En este caso, la distancia significó mayor cercanía.

Y en el más ahora y más acá fue un día raro. Lluvioso como ninguno en toda la travesía. De esas tormentas caribeñas que parecen creadas por sobrecargados efectos especiales de película. A ratos hasta llueve de lado... y juraría que también vi llover de abajo hacia arriba... durante horas. De pronto ya no llovía, sino que se había formado una barda líquida que ni parecía moverse, una pared de agua que ni siquiera se alcanzaba a notar por la falta de luz.  “Piensa que esta tormenta es muestra de purificación, de renovación”, me dijo alguien, atinadamente, por el Messenger. Afortunadamente, el cielo había contenido su llanto hasta que regresé de dar una caminata por la playa; donde bronceé un poco mis memorias y se llenaron de arena mis 27 años, hasta quedar totalmente enterrados.

Dictaba taller de 8 a 11pm, por lo cual era difícil organizar algún festejo tan tarde, y en miércoles. Eso, más mi vergüenza y ansiedad de armarme una fiesta propia, hizo que, nuevamente, optara por hacer nada. Nada en grande, por lo menos. Me encargué incluso de disuadir a los interesados que daban ligeras muestras de quererme planear la festividad sin que yo metiera las manos. Y entonces mejor diseñé un festejo íntimo. Era mucho más fácil coordinarme con una persona que con decenas... Sonaba diver... Pero, eso, el atinado, ciego y falto de juicio karma hizo lo suyo, lo que cree que tenía que hacer y, tómala, barbón,... ¡me dejaron plantado! “Arrollado”, como dicen acá. Arrollado por la guagua del abandono, que me dejó cual calcomanía... Ji ji ji. ¿Qué le va uno a hacel? “Hay que bregar con ello” (bregar es un maravilloso verbo que los boricuas utilizan para todo, pero que cuyo significado más próximo debe ser algo así como  “lidiar”)

Pero... ¡Un momento! ¿Que no festejé? ¡Pamplinas! ¡Pasé más de tres horas festejando dentro de un anfiteatro! Haciendo de las cosas que más me gusta hacer: improvisando, jugando, compartiendo, dando un taller, viendo impro, llorando —literalmente— de risa. Y, por si fuera poco, estuve a punto de caer en un coma diabético por los cuatro (¡cuatro!) pasteles que me llevaron... (Me sentía en el sueño del primero de los tres cochinitos de la canción) Me cantaron por lo menos cinco versiones de melodías cumpleañeras y hasta tuve que pedir —muerto de pena y con el único propósito de no “perder” más de su tiempo— que cancelaran ese último cántico, conato de “japi berdei” inesperado que iniciara una adorable amiga que entró al salón gritando “¡sorpresa!”, como a la media hora de haber comenzado el taller, y poco después de que ya habían sacado los otros “bizcochos” o “tortas”, así como sus isleñas voces y portafolios de melodías para celebrar que sigo acá en la Tierra. ¡Puff! Si eso no es festejarme, Paris Hilton es pura y santa.

Pero ya. Basta. Vamos “a lo que te truje, Chencha” (¿alguien sabe por qué “truje” no se marca como falta de ortografía en esta cosa...? Ni eso ni “trujar”, y ninguno aparece en mis diccionarios, y eso que, según yo, era una forma incorrecta de decir “traje”... y, ya de paso, ¿quién es Chencha y qué le habrán “trujado”? ¿O “es-trujado”? Ush, en mal momento me pongo a reflexionar esto, justo cuando quería pasar “a lo que te truje, Chencha”...)

Ahora sí, con ustedes, los mejores-peores deseos de ustedes hacia mí, hoy, en mi cumpleaños. Hay un surtido rico. Una buena “variedá”. Gracias por todos ellos. Algunos se leen taaaan naturales, que se ve que ni les costó trabajo hacerlos... Qué bien... Gracias... Creo... Ji. Lamento no haber podido incluir unos cuantos más, sobre todo aquellos que recibí “extemporáneamente”, pero esto es algo serio y no podemos estar ablandando las reglas así porque sí.

Los 28 peores deseos
 
1.- Te deseo que te dé ése ¡oh! que tanto deseas.
2.- Te deseo que te folle un pez... ¿¡qué digo!? mejor el cardúmen completo.
3.- Te deseo que… ¡Te regreses a México! Es lo peor que se me ocurre desearte a ti en particular.
4.- Te deseo que regreses a trabajar jornadas de ocho horas y encerrado en una oficina.
5.- Te deseo que a partir de ahora todos tus familiares te empiecen a preguntar “¿y para cuándo te casas, LuisFe?”
6.- Te deseo que vuelvas a la India, al centro de Osho, y que te toquen peores trabajos, gastes más plata y te vayas más enojado.
7.- Te deseo que te hagan suyo Osho malandrines al mismo tiempo.
8.- Te deseo que los golpes en los dedos del pie con las patas de las camas sean muchos más que los que pudiste haberte dado en los pasados 10 años.
9.- Te deseo un político (aquí en Puerto Rico tenemos un arsenal que llevan a la bancarrota al país de preferencia, mientras ellos viven el lujo y desperdicio).
10.- Te deseo que del ponqué de cumple salga Bush empeloto con maracas azules.
11.- Te deseo una depresión clínica, con episodios sicóticos caracterizados por delirios paranoicos esquizoides y perturbadoras alucinaciones
12.- Te deseo que tus vibras de ahora en adelante sean muy muy negativas y a todo mundo le chupes la energía y la gente no se te acerque y no sepas por qué ....o algo así
13.- Te deseo que nunca puedas ver el canal Playboy y ni siquiera recuerdes porque lo querías ver.
14.- Te deseo una vida condenada a seguir adelante sin saber qué es una sonrisa.
15.- Te deseo que nunca puedas llorar.
16.- Te deseo que no te sirvan las papilas gustativas.
17.- Te deseo que te conviertas en una persona aburrida, fresa, formal y muy razonable.
18.- Te deseo que ahora que estás en el caribe con calorcito rico, te tomes una chela tibia y se te pierdan tus chanclas.
19.- Te deseo que saliendo de tu casa, y dirigiéndote a tu debido festejo, un zorrillo te haga pis y debido a la terrible peste nadie se acerque a ti ni siquiera para felicitarte.
20.- Te deseo que en tu cumpleaños el pinche tráfico y un accidente en la avenida principal te impidan llegar a tu festejo, y que un policía de tránsito te lleve a la delegación por intentar pasarte el semáforo en rojo y, por lo tanto, ¡¡¡pases la noche en la comandancia!!!
21.- Te deseo que pases el día entero intentando cruzar la calle... en la India.
22.- Te deseo que regreses al minuto 1 de tu vida, obligado a vivir los siguientes 28 años exactamente igual que la primera vez.
23.- Te deseo que los del curso de principiantes sean pésimos improvisadores y los hagas llorar a todos.
24.- Te deseo que la cagues en todo lo que hagas y te lleve la chingada en todo; al cabo llevas cagándola 28 años.
25.- Te deseo que se acabe el café en todo el mundo y estés obligado a tomar jugo de tomate por el resto de tu vida.
26.- Te deseo que pierdas para siempre el sentido del humor.
27.- Te deseo una botellita de jerez para que todo lo que te deseen se cumpla al revés.
28.- Te deseo que todos esos pinches deseos de arriba se cumplan.

Además, adjunto un par de fotos de las funciones y los talleres que he dado.

Espero que se la hayan pasado genial en mi cumpleaños. Ya festejaremos juntos... Pero yo no organizo... Y chin chin el que me plante.

Abrazo deseoso, cálido y derretidor cual velita cumpleañera

Piolo

¡Oh, no! ¡ Mástico!


Saludos caribeños, querid@s. 

Todo bien por acá, en la sorprendente “Isla del encanto”; este lugar que es a la vez país y estado asociado; tan igual a Cuba como a Miami; con sus cruceros y sus pordioseros; donde el transporte público es lamentable, pero donde los policías no aceptan “mordidas”; donde el cielo es azul como pocos y la gente tricolor; este sitio que, aunque estés trabajando, siempre huele a vacaciones; donde las travesuras del sol y los moscos te generan una inquietante comezón que, si te rascas demasiado, duele rico; donde los desconocidos te dicen “provecho” al salir del restaurante, mismo en que las dependientas te dicen “mi amol” o “papi”, aunque estén apuradas o enfadadas; un lugar con su propio horario y calendario, donde la media hora de retraso es más que normal, el “tapón” (tráfico) es siempre perfecta razón para las tardanzas y donde tienes que pedir “pon” (ride) para moverte de una colonia a otra; acá los raperos (reggaetoneros, para ser más precisos) combinan su cara y actitud de malvados con las cejas y el borde de la frente bien depiladitos; los frijoles se llaman habichuelas; los plátanos, guineos; los plátanos machos, cuando están verdes, plátanos; si están maduros, amarillitos; y el mango es mangó; tierra sui géneris en cuyo calor se cuecen insolencias tales que García Márquez ha decidido no visitarla, pues su realismo mágico se vería incómodamente opacado.

Estoy impartiendo un par de talleres a gente bien “chévere”; miembros de las Ligas Amateur y Profesional de Impro de Puerto Rico. Hay chavas y chavos (acá “chavos” son centavos) desde 10 hasta 36 años, y mucho que aprender de ellos. Pronto comenzaré otro taller de Impro para principiantes; lo cual es siempre refrescante y satisfactorio, sobre todo por lo sorprendida y agradecida que termina la gente al conocer la técnica, al volver a jugar como niño, al dejarse llevar sin trabas ni censuras. Qué rico. A ver qué tal...

Ya mero viene mi cumpleaños. Este mismo mes. En efecto, el 28 cumplo 28. Y la repetición de éste, que es uno de mis dos números favoritos (el otro es el 8 a secas), se siente como presagio de cosas buenas. Comúnmente me encargo de esconderme en mis cumpleaños y de no celebrarlo ni anunciarlo, no sé bien por qué, pero así es desde hace un tiempo. Sin embargo, en esta ocasión estoy de por sí ya tan lejos, que aunque me busquen, será difícil encontrarme... aunque eso sí, el que me busca me encuentra... Ji. Así que lo anuncio sin pudor alguno. Pero para darle aún más variedad a este onomástico que me agarra en pleno viaje largo, se me ocurren un par de cosas: primero, quizá sí vaya a festejar esta vez, puede que sea a un restaurante mexicano que está en la calle donde vivo; se llama “Híjole” y las enchiladas de mole cuestan más de $150 pesos, pero creo que luego de tantos meses fuera, mis papilas gustativas merecen un manjar ancestral de tal estirpe, un banquete con sabor a casa. Segundo: los invito a que me manden, desde ya, “lo peor que podrían desearle a alguien en su cumpleaños”, así nomás, de puro cotorreo, siempre con el prefijo “Te deseo que...” Mándenme cuantos quieran e iré haciendo una lista... Los 28 peores deseos (o sea, los mejores... es decir, los mejores peores o los peor mejor... O... Mejor ya no explico o será peor...) se los enviaré en el siguiente mail comunal ¿zaz? (¡Ay, qué desmadrote vamos a echar! —sic— Ji)

Mando caricias de brisa sin prisa...

Abrazos enredados de palmera para algunos y zapes en los cocos para otros

Piolo

PD.- Les mando este “afiche” súper chido que hizo mi queridísima Adriana para promover mi taller. :D

Puerto a la vista

Querid@s:

Luego de un buen rato sin mandarles señales de humo, heme aquí de nueva cuenta, pasando lista e informándoles sobre mis ya pisados y mis siguientes pasos.

Después de mi encantadora experiencia en Barna, volví a Madrid con varias actividades por delante. En primer lugar, actuaría para un ejercicio de la clase de dirección cinematográfica de mi amigo Mejillón, así que hubo que charlar bastante, ensayar no tan bastante y, en fin, preparar la escena. El experimento fue tan realista y el resultado tan satisfactorio que un par de sus compañeros no entendía por qué, en vez de actores, el Mejillón había llevado a aquel frustrado vendedor de software a hablarles sobre su patética existencia. Ji. Muy rico. Muy diver. Bien bajado ese balón.

Posteriormente estuve entrenando con la Valedora para que al cabo de una semana estuvieran listos aquellos que, cobijados de sabiduría ancestral, música de caracoles y cascabeles en los pies —no, no era parte de nuestro vestuario, sólo estoy dando un poco de contexto conceptual—, conquistarían la Sala Tarambana en un duelo internacionalmente incómodo, políticamente incorrecto, de Catch de Impro (Improvisación teatral dos contra dos): Improdélica y Desenmascarado de Plata, que juntos son (bueno, fueron —¡bueno fuera!—) ¡Loooooos Tlatoaaaaaanis del Cuadriláaaaatero! [y en esta parte es donde debía decirles algo como “miren las fotos al final del mail”, pero debido a que a mi compu no le está dando la gana reconocer a mi cámara —sip, cual padre desobligado— y a que Vale no me ha pasado las suyas, pues nel, en esta parte más bien ya no digo nada]. La función fue una sensación. El foro estuvo lleno. De gente, de aplausos y de risas, aunque entre ellos no figuraron un par de personas queridas para mí que decidieron no ir argumentando que quedaba muy lejos el lugar. ¡JA! Lo comento porque es chistoso cómo te pueden cambiar las perspectivas estando por acá. Ambos vivieron años y años en el DF, donde “lejos” significa dos o tres horas de histérico atoramiento en el periférico; en cambio acá “lejos” significa 10 estaciones de metro, es decir, 15 o 20 minutos de librito o iPod o, en el peor de los casos, de verles las caras a los cientos de interesantes personajes que suben y bajan bastante civilizadamente de los vagones.

Lo que seguía era, por un lado, entrenar con Valentina y Mejillón para colaborar en su nuevo show, “El Impromatógrafo”, que se estrenaría a finales de febrero. Así que pospuse un poco mi regreso a Puerto Rico, donde, por otro lado, lo que venía era hacer un programa Impro para una cadena televisiva (bastante conocida en Canadá y en Colombia, si no me equivoco... si sí me equivoco, pues perdónenme ¿noooo?, o sea, soy humano...) que está por lanzarse en la Isla del encanto. En noviembre hicimos un piloto y quedó bastante chido; así que, para no variar, lo que se escuchaba era “¡Wow! ¡Buenísimo! Los productores están felices, les encanta la idea, esto ya es un hecho, a principios de marzo salimos al aire, prepárense, próximamente sus caras estarán en las cajas de cereales y en un nuevo juego de mesa (ok, no, no llegaron a tanto tampoco)... y bla bla bla”. Y bueno, aunque uno no quiera “hacerse” ilusiones, éstas se “hacen” solitas y poco puede “hacerse” para “deshacerlas” o para “hacerse” güey al respecto, nada qué “hacer”, ¿”hecho”? Primero, por razones que poco vale la pena verter aquí, se vino abajo lo del Impromatógrafo. Bueno, se vino abajo sólo para mí, afortunadamente, pues su estreno se pospuso un mes. Luego se cayó lo del programa de TV, por razones que —valga o no la pena verter aquí o en donde sea— son completamente desconocidas y misteriosas para nosotros, “el talento”, como suele suceder en el tétrico, macabro y lúgubre mundo de la televisión. ¡Puff! ¿Y ahora? ¿Quién podrá ayudarme...? “¡No, Chapulín, ni lo intentes! Pues una cosa es que a veces añore un poco mi tierra y que tú seas, inquietantemente, el mayor icono de ella, por lo menos ante los ojos de cualquier latinoamericano que conozco en este viaje, pero de eso a que ahora, de buenas a primeras, ya quiera yo contar con tu astucia, no no no, señor, hay una gran diferencia!”

Con el futuro más incierto que de costumbre, el dinero escaseando de forma alarmante, ya sin posibilidad alguna de convertirme en una millonaria estrella de la televisión boricua, de que Ricky Martin me invitara a cenar en la isla que lo vio nacer (que de hecho, creo que más bien es un archipiélago... Puerto Rico, no Ricky Martin —¿algún día el país se llamará “Puerto Ricky”?—... archipiélago su cara, cuando estaba en “Alcanzar una estrella” ¿nooo?)... o de que Chayane me diera chance de colarme en su Fiesta en América, ya con mi idea desmoronada de volver a México como todo un triunfador, portando una playera negra con letras blancas que versaran “Soy una celebridad en el Caribe”, había llegado el momento de tomar una decisión madura y responsable. ¿Volver a casa? ¿Conseguirme un trabajo estable y decente y finalmente convertirme en un hombre de bien? ¿Dejar en paz esta travesía que ya dio de sí? Bajo tales circunstancias era imperativo dar el siguiente paso, así que finalmente hice lo que cualquier persona sensata hubiera hecho en mi lugar: ¡me fui a Barcelona y me compré unos patines carísimos! Efectivamente. Pocas cosas más esclarecedoras que patinar por Barcelona. Es como volar con los pies en la tierra. Una tarde bastó para saber que había tomado la decisión correcta: aquella cuando rodaba sobre la lisita madera del muelle y comenzaba a oscurecer, el cielo era como una inmensa cúpula, como la gigantesca tapa de este exquisito platillo llamado vida; la cara derecha, por donde se estaba escondiendo el sol, era de un rojo cegador que se iba degradando por naranjas y amarillos, varios azules para el techo, hasta llegar a un azabache seductor en la cara contraria; la colorida cúpula estaba a penas manchada por una rebanada de luna y una pequeñísima estrella intrusa que se habían quedado como pegadas en la parte más alta de la enorme tapadera de banquete; el viento helado me revolvía el pelo y las ideas, mientras el sonido de las olas, que se antojaban igualmente gélidas, masajeaban mis oídos y desanudaban las confusiones; la temperatura bajaba tanto como las dudas; y así, con el bolsillo más vacío de lo conveniente, pero la sonrisa más llena que de costumbre, todo comenzó a marchar sobre ruedas, o por lo menos yo, y entonces fue sencillo decidir el siguiente movimiento... De cualquier forma me voy a Puerto Rico, donde mi carnal Gigio ya me organizó la impartición de un trío de talleres de Impro que me tendrán bastante entretenido por allá. Él, junto con un grupo de improvisadores, se viene a una pequeña gira por el viejo mundo, y una posibilidad es que yo lo espere por allá, por Puerto Rico, para lanzarnos posteriormente a Colombia, que no para de coquetear conmigo y que ya me hizo devolverle dos que tres miradillas de aprobación (Colombia, no Gigio). Ya se verá. Una patinada a la vez.

Hoy llegué de Barcelona (que, por cierto, estuvo aderezada por la compañía de encantadoras personas, unas viejas, otras nuevas... unas justo en su punto, de 30... felicidades nuevamente, mi Vantol...), me vine en el autobús nocturno, y aunque yo no dormí nada, me da gusto que mi desvelo no haya sido en vano, pues fungí como almohada de una bella señorita que insistía en acurrucarse en mí y que cada que finalmente yo lograba pegar el ojo, con ese desconocido pero no desagradable bultito encima, como que se daba cuenta entre sueños que estaba sobre un total desconocido y pegaba saltos de espanto cada tanto, ¡santo ataranto! Ella volvía a conciliar el sueño rápidamente, yo no tenía nada que “volver a conciliar”; esto, acompañado del ya casi divertido coro formado por los ronquidos del valenciano, los eructos y carcajadas de los japoneses treceañeros, el celular de la “sudaca pija”, las petulantes aventuras del argentino esquiador y, como primera voz, los inmensos chillidos de la sietemesina de atrás (¡cómo algo tan chiquito puede gritar tan fuerte!), hicieron que mi viaje fueran ocho largas horas de insípidos cabeceos. Ahora, a lavar, empacar, despedirse y, en fin, prepararse para abandonar el viejo mundo este lunes. Alistarse para cambiar la ropa térmica por bermudas, los poquitos euros restantes por dólares, las bufandas por chanclas, las cañas por piñas coladas (que no tomo ni una ni otra, pero supuse que sonaría padre), el “vale” por el “ok” (“vale por un oquei”), el “guay” por el “chévere”, las judías por las habichuelas (las católicas por otras católicas, pero caribeñas), el “ceceo” por el “eleo”, a “ESHHpaña pol PueLto Jico”, las orejas heladas por el sudor en la frente y a Duvalín por... no, un momento, a Duvalín no lo cambio por nada...

Me marcho de Europa bastante satisfecho. Por todo lo que viví. Por todo lo que aprendí: como que el metro en Madrid va “al revés”, sí, como los coches en Inglaterra o en India, por el carril izquierdo; que todos los aviones dejan estela, que esos que vi en México toda mi vida no son aeronaves festivas ni fumigadoras que echan humito por su chamba o por puro cotorreo, sino que todos lo hacen, pero que, por las bajas temperaturas, acá se nota mucho más; que aquí le dicen “cacahuetes” a los cacahuates (y “mení” al maní... no, esto último no es cierto); que si juran darte tres ostias no significa que serás recompensado con un trío de obleas de comunión; que hay un pescado que se llama “bonito” pero que no lo es (sí, como mi tía Alta, que es bien chaparrita; o mi cuate Gordillo, que está bien flaco; o Lisa Loeb, que... bueno, no, ella sí está medio lisa); que la señalización “tirar” que hay en entradas y salidas no es una invitación a derribar las puertas, es sólo un sinónimo de “jalar”; que se puede tomar agua de la llave (del grifo, o “pluma” como le dicen en Puerto Rico) y que la de Madrid sabe mucho mejor que la de Barcelona; que bastan dos semanas de dieta española, a base de fiambres y carnes frías para que, una de dos, o te vuelvas un carnívoro insaciable, casi un caníbal, o te pase como a mí, que te empieces a sentir intoxicado, “intoxinado”, que esas tiendas en las que tienen más patas de cerdo colgadas que ropa un tendedero (otra cosa que aprendí es que aquí casi nadie tiene secadora de ropa, pueden tener la última tecnología hasta en un pelapatatas o una lavavajillas, pero todos tienden su ropa mojada), como el famoso Museo del jamón, te empiecen a dar repulsión y comiencen a parecerte más una especie de funesta morgue que una boutique gourmet y que te entre una urgencia de volver al rollo veggie; que puedo comerme una baguette entera yo solito y que creo que podría hacer lo mismo con el mundo, pero ¿para qué devorarte un planeta a solas si puedes vivir lengüeteándolo a gusto con agradables compañías?; que la gente te mira hacia arriba o hacia abajo dependiendo no de dónde estás parado sino de en qué escalón creen estar ellos; que muchas personas cuando al fin tienen todo lo que querían, ya no tiene nada qué querer y se los lleva el carajo, entonces se inventan un nuevo “todo” para nunca estar satisfechos, para siempre ser infelices... mejor querer nada que tener todo... o que querer todo y tener nada...

En fin. Todo mi cariño. Nada de limitaciones. Todo nato. Nada aprendido. (Nata prendida. Ya no hay sentido...)

Espero que todo siga marchando sobre ruedas, nada más, nada menos. Esperen más mensajes en botellas.

Al compás de unos aplausos flamencos y con un abrazo suave y cálido cual brisita caribeña, me despido por ahora. ¡Y olé!

Piolo

BarCelona Neta!


Así versa la campaña del ayuntamiento de dicha ciudad. Y qué razón tienen. Pues aunque en catalán “neta” significa limpia, en “mexicano” también aplica; sí, Barcelona, además de no estar sucia, es la neta.
 
Todo parecía indicar que jamás saldría de aquel “ashram” que algo tenía de La isla de la fantasía y Lost, mucho de Melrose Place y otro tanto de The Truman Show; ya casi hasta me estaba resignando a quedarme por ahí para siempre. Primero, ya saben, no había vuelos (no para mí, por lo menos); después, el día que me iba de Pune a Mumbai, para finalmente volar a España, no aparecía el taxi que había contratado, la carretera estaba bloqueada porque un camión había caído de un puente, y ya en el aeropuerto un militar indio con un arma tan larga como él (y, por lo menos ese día, como su cara) no me dejaba entrar porque no traía boleto ni aparecía mi nombre en la lista de los de ticket electrónico. Para entonces, luego de cuatro horas de un viaje excesivamente estresante, siempre a punto de chocar o de atropellar a alguien –en serio, no es exageración, la gente por allá se detiene no a centímetros del otro auto/persona, sino a milímetros, o continuamente se acaban tocando las láminas/cuerpos– ya juraba que jamás me iría de ahí. El taxista, en algún momento que habrá visto mi cara de espanto por el retrovisor, me dijo que no me preocupara, que “uno se va cuando tiene que irse, si el de arriba te quiere con él no hay nada qué hacer”. Entonces supuse que una de las razones por las que todos manejan así es porque confían demasiado en su dios; la bronca es que hay tantos por allá que seguro todo el tiempo hay conflictos de intereses celestiales, batallas sangrientas de cruces, estrellas y trompas en pos de una u otra almita, y una enorme demanda de empleados divinos que provoca que haya más muertes que cuando gobierna una única deidad. Pero nada de eso, por fortuna, ninguno de los de arriba me quería con él todavía.
 
Escala en Zurich. Baño. El paraíso. Blanco, impecable, con escusados y papel, y con olor a perfumito suizo. Casi pierdo la conexión por quedarme tanto tiempo gozando el lavabo con jabón, luz y espejo. “¡Un momento, sí que estoy flaco!”. Llegué a Madrid. En el aeropuerto, la sonrisa pecosa de la bienvenida (cortesía de mi amiga Valentina). Abrazos conocidos que te hacen sentir como en casa, a pesar de estar tan lejos aún, pero bueno, todo cambia con estar un poquito más a la izquierda del mundo… o un mucho más a la derecha, depende de cómo lo veas. Salgo a la calle. Increíble. El sonido del silencio. Nadie suena el claxon. Luego de cruzar un par de calles con el temor propio de quien lo hace en India y de recibir las burlas de mis amigos, entramos a tomar un té chai. En Starbucks. Sí, ya sé, extraño. Digno de ser juzgado. Estuve tomando chai –del de a devis– durante dos meses, y de pronto me tomo uno en Madrid por la misma lana con la que comía dos días en Pune. Pues… me supo a gloria. Y no me da mucha culpa admitir que caí bajo los dulces y confortables encantos de la sirena, la sirena verde de cola doble, esa que se queda con los tesoros de cualquier marino sediento a cambio de una bebida cualquiera pero cubierta con adornos que brillan como perlas y se deshacen como espuma… de mar… de capuchino. Desde ese día hasta hoy, comer se ha vuelto uno de mis hobbies favoritos: panes, baguettes, tortilla española, bocadillos, pastas, buffettes chinos, postres, napolitanas de chocolate y esa cosa fibrosa y grasienta que llevaba tanto sin comer… ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! Carne. En sus diferentes presentaciones. Destacan la de cordero y el jamón serrano. ¡Yumi! He ganado algunos de los kilos perdidos. (Para quienes decían que me veía muy flaco, les mando las últimas fotos que me tomé en India, así de puro cotorreo, nomás para que comprueben que sí, que tenían razón. Y ahora, que ya no estoy así, me puedo dar cuenta.)
 
A los dos días me embarqué (más bien me “entrené”, porque me fui en tren, no en barco) con destino a Barcelona. Un suave trayecto de poco más de cuatro horas, sin despegue ni aterrizaje, ni turbulencias, “cacahuetes” (como les dicen acá) o mascarillas de oxígeno. Sin revisiones exhaustivas, ni tres horas de antelación. Con carro comedor y vistas hermosas a nivel de cancha; prados, montañas, huellas de nieve, un cielo enorme, interminable; y ya llegando a Barcelona, el mar. Esta ciudad es increíble. Tiene de todo. Mar y montaña, modernidad y tradición, callejones y playas, un barrio gótico y edificios novísimos con formas alucinantes. Arte. Mucho arte. En cualquier pArte. En las calles. Del chingón. Del que les es fácil atrapArte, enamorArte. Del que no te exige saber nada ni que pongas cara de interesado ni hagas como que lo estás tratando de entender para luego discutirlo. Del que te impacta y te gusta y te hace sentir cositas desde el primer vistazo. Y lo mejor es que mucho de éste es gratis. Ahí, a disposición de quienes cuentan con un presupuesto limitado (algunos visitantes o comemos o pagamos la entrada al museo). Basta recorrer las calles para encontrar edificios, iglesias, monumentos, fuentes, esculturas, castillos, muelles, parques y plazas, restaurantes, tiendas y bares que hacen que se te caiga la baba (por cierto “baba” es “cuate”, “carnal”, “amigo” en India). Por acá, cualquier banqueta, bebedero, banca o poste de luz puede ser una pieza digna de admiración. Artistas y arquitectos de diversas corrientes se hacen presentes en cada esquina; aunque, claro, quien lleva la batuta es Gaudí, quien se asoma travieso por los rincones de Barcelona, primero para sacudirla un poco y después para convertirse en el estandarte, carnada y anzuelo de la ciudad. Además, igual que pasa en Madrid, es una ciudad que te permite gozar de una libertad inimaginable en muchas partes del mundo. La libertad de caminarla toda, de recorrerla fácilmente en metro o camión, bicicleta o patines (con ciclopistas de verdad, que funcionan y son respetadas), la libertad que tiene una señora de sacar a pasear a su perro a las 12 o 1 de la madrugada, mismas horas en las que adolescentes con minifalda caminan por las calles con el único temor de no pasarla excelente esa noche. Claro, también hay algo de graffiti y gandallas que tiran las bicis o motos que se quedan estacionadas varios días en el mismo sitio (sí, sí, ¡hay estacionamientos para bicicletas y motocicletas!), quinceañeros que apagan su cigarro de hashish en la calle con la misma tranquilidad con la que tirarían la envoltura de su chicle, y una que otra cosa más. Pero ante mis ojos, hasta ahora, sobresale “lo bueno”.
 
Esta ciudad me ha sorprendido. Me ha hecho sonreír, abrir los ojos y caminar en exceso. Y como siempre, los recuerdo con mucho cariño, mientras escribo, mientras leo, mientras me compro una baguette recién horneada para compartir, mitad para mí y mitad para las palomas; bueno, y para un perico silvestre, quien haciéndose notar por su verde vestimenta, se cuela entre los balnquigrises avechuchos para llevarse los mejores trozos de pan, por gracioso, por diferente, por osado, por atreverse a ir más allá, casi hasta la mano del grandote aquél, el méndigo de los mendrugos que lo acarrea para tomarle una foto con su celular prestado. Y los vuelvo a recordar desde lo alto del Palacio Nacional, donde cientos de fanáticos transitan para ver un juego de fut en el estadio olímpico; desde donde veo impactado, con la nariz helada y el pecho calentito, la fuente de Montjüic, que sorpresivamente va cambiando de color, de iluminación, de fondo musical, de intensidad, tamaño, ritmo y forma… tal como mi vida… como la tuya, como la vida misma. Y aunque la única constante sea el cambio, imagino que ciertas cosas que se quedan igual. Entonces recuerdo aquella pesadilla que tuve hace un mes, en India –que mientras dormía me generó tanto temor y ansiedad– en la que platicando con mis mejores amigos me daba cuenta que, después de este gran viaje, regresaba, y seguía siendo el mismo. Y ahora descubro que, para mi fortuna, la pesadilla se hizo realidad. Soy el mismo. Nunca igual, pero siempre el mismo.
 
Dulces sueños.

Piolo. Luis Fernando. Yo. El otro. El mismo.

Hoy encontré la alegría


Y buena falta que me hacía. Estaba ahí, sobre mi mesa de noche (que es mesa de noche y silla de día). La verdad es que ya la había conseguido hacía un par de días, por accidente, en una tiendita. Pero ahora veo que la venden en todas partes, aunque con otro nombre. No, no me refiero a los millones de tratamientos, masajes, terapias, grupos, retiros y meditaciones que se venden por doquier acá en Pune, me refiero al “dulce típico mexicano”: alegría.
 
La compré el penúltimo día que estuve en el lujoso departamento estilo MiamIndia. Mientras mis pies descalzos se deslizaban en el suave mármol y mis ojos se postraban en el rosado atardecer, saboreaba esta delicia de amaranto, cacahuate y miel; no piloncillo, acá más bien saben un poco a… ¡adivinaron! jengibre. Muy rico. Entonces, con aires de sabiduría ancestral, comencé a explicarle a una alemana sobre lo único de las alegrías y lo sorprendente que era para mí encontrarlas acá; y cuando estaba a punto de hablarle sobre los mayas y el amaranto y las proteínas y demás, ella se me adelantó y me dijo que el mismo dulce, que tan bueno es para la salud, se puede hallar en Turquía y Grecia, por ejemplo. Y que me quedo callado. Luego hablamos del jengibre, de que brinda mucho calor al cuerpo y que por eso en invierno hay tantas galletas de jengibre, que si el árbol de Navidad y Santa Claus nacieron en Alemania y, entonces, saqué mi as bajo la manga, la charla sobre costumbres propias que deja boquiabiertos a los extranjeros: Día de muertos. Que si las calaveritas de azúcar, chocolate o hasta amaranto, los altares, las flores y el incienso, las serenatas en las tumbas. Y, ella, sorprendida, aseguraba que era mucho mejor festejar a la muerte que estarla llorando y lamentando eternamente. Yo asenté, aunque con un dejo de culpa, pues Día de muertos para mí siempre ha sido un juego, nunca he “festejado” realmente a mis muertos, ni a la muerte como tal, ni me he reído en verdad de ella (como se dice que hacemos los mexicanos), ni se me ocurre como podría hacerse nada de esto…
 
Al otro día, mientras buscaba a Pablo, el argentino; me encuentro a Lucia, la rusa; y me dice que vaya a buscarlo cerca del río (el indio, claro), que todo mundo estaba por allá pues alguien había muerto y estaban haciendo la “Dance Celebration”. –Para contar la historia en orden, agrego unas cuantas cosas que vieron ojos que no son los míos y que posteriormente escucharon estos oídos que sí son propios–.
Dentro del resort, comienzan a convocar a la gente a que se reúna en la pirámide principal, donde a diario se llevan a cabo múltiples meditaciones y ceremonias. Tambores, panderos, aplausos, gritos, baile, lo mismo de otros festejos, sólo que ahora hay una diferencia: un cuerpo inerte al centro, sobre una austera camilla de madera, cubierto apenas con una cobija hasta el cuello. Al poco rato, entre seis lo cargan y lo llevan fuera, a recorrer las calles, junto con toda esta suerte de batucada india. De cuando en cuando se detienen y prenden bengalas. La gente baila frenética. A escasas cuadras se encuentra el “destino final del cuerpo” (válgase la falta de explicación de estas comillas). Junto al río, al lado de un par de restaurantes y justo bajo varios departamentos está este sitio, adonde se entra así como así y donde mucha gente tiende su ropa luego de lavarla. Nunca entendí cómo se llamaban dichos lugares, sólo recuerdo claramente la primera palabra, “Death… somethings”. El cuerpo es colocado en uno de los seis agujeros de cemento, de dos metros de largo pero con los mismos centímetros de profundidad que hay de tu planta a tu tobillo, luego madera, algún combustible, y fuego. Fuego. Pocas cosas tan vivas como el fuego. Paradójico. Y ni las llamas, ni los bailes, ni los tambores se extinguieron en mucho tiempo. Y millones de sensaciones y preguntas te invaden mientras la vista se nubla por el humo de la muerte que te entra a los ojos. Y decenas de cuervos sobrevuelan el área y te incomodan con su peculiar canturreo, que suena más a burla que a lamento. Y uno que otro llora. Y uno que otro te abraza. Pero la mayoría baila y festeja. Y en mi interior los tacho de impropios. Y al siguiente segundo se me antoja que así sea mi funeral, con bailes y cantos y tambores, nada de sollozos. Y al siguiente me parece caníbal, irrespetuoso. Y luego lo vuelvo a aplaudir. Qué sé yo. Claro, después me entero que casi nadie de los que estábamos ahí festejando, dándole una despedida como ella pidió, conocíamos a esta mujer (una yogi de 60 años que no vivía en el resort pero que era muy devota de Osho). Y me pregunto si sus seres queridos también podrían estar festejando. Sólo su hija estaba por ahí (esto es de lo que me contaron) y no, ella no festejaba. En absoluto. Y, peor aún, no conocía a nadie de los que sí lo hacían. Más tarde volví a pasar por ahí dos o tres veces antes de que se extinguiera por completo el fuego. No sé por qué ni para qué. Supongo que para ver el final del final. O no sé. Ahora, para mí, el humo de acá siempre significa más que una fogata lejana o que una leve incomodidad para respirar. Mucho más. Polvo eras y en humo te convertirás…
 
Llegué a mi nuevo hogar. Un cuarto bastante decente en la casa de una familia india. Con entrada independiente y baño comunal. Éste fue cortesía de un tipazo, también indio, a quien conocí en uno de los cursos que tomé al principio y que resultó ser muy amigo de “La de Jalepaña”. Él paga $200 rupias por día, pero por ser para mí, su cuate el mexicano, me pidió que pagara, por todos los días que estaría acá, la magnífica cantidad de $0 rupias. Sí, sí, nada. Me dijo que igual él ya pagó el cuarto y que no lo iba a usar esta semana, que no, que por favor no le pagara, que era mejor que alguien le sacara jugo a que se quedara vacío. Igual le dejaré la lana en una bolsa llena de mi eterno agradecimiento. Ya con la luna juguetona asomándose desde lo alto, cada noche, ahora con una bien delineada sonrisota de oreja a oreja (las orejas, supongo, serán las del conejo), la vida fluía más tranqui y contenta. Pero me volvió a caer el chahuistle (por cierto, gracias a los que resolvieron mi duda “chahuistlera”). Una diarrea de los mil demonios hindúes. Esta mañana me levanté con el estómago más vacío que casi nunca, luego de haber estado paseando entre la cama y el baño por más de 30 horas. Y ahí fue que encontré la alegría en mi mesa de noche. Y buena falta que me hacía. Y qué paro me ha hecho todo este día en el que es difícil ingerir algo más. La diarrea venía acompañada de una fiebre que a penas y me permitía entender qué sucedía, dónde estaba, si era de día o de noche o qué. Yo sólo oía las voces y gritos típicos de la calle y no entendía por qué no comprendía nada de lo que hablaban. Porque estaba en hindi, claro, todo es tan lógico ahora. A ratos pedía sólo poder dormir 20 minutos de corrido sin tener que ir al baño, pues con la calentura y tanto tiempo en cama, para el débil cuerpo se vuelve una tortura tener que estar en cuclillas cada dos segundos. “¿En cuclillas?” ¡Claro! Porque para mi fortuna, esta inoportuna enfermedad se presentó no cuando tenía dos inmaculados y confortables escusados para mí solito en el departamento de MiamIndia, sino ahora, en un baño que carece de escusado (hay únicamente un hoyo en el piso, unas ranuritas a los lados que te indican dónde hay que poner los pies, una taza bajo una llave de agua para limpiarte y una manija para amachinarte mientras tanto). Pero bueno, por lo menos está limpio, pudo ser mucho peor. (Digamos que tiene 3 de calificación, en una escala del 0 al 5, donde 0 es lo peor y 5 lo mejor. Los aspectos a considerar son: limpieza, que va de “nula” a “impecable”, si hay o no papel y, de gran importancia también, si hay o no escusado. En lo personal, he descubierto que es mejor que no haya papel ni escusado, pero que esté limpio, a lo contrario.) Ahora que me puse de pie nuevamente, aunque los dolores y la diarrea no han desaparecido por completo, sí la fiebre y las alucinaciones que conlleva, sólo pensaba en escribirles, probablemente por última vez desde India, pues comienza la cuenta regresiva y, si todo sale según lo planeado, estaré llegando a Madrid el lunes por la mañana. Pero eso, escribirles ya es parte crucial de este viaje; no quisiera decir que una necesidad, pero casi. Saber que me siguen leyendo, un honor. Leerlos, una delicia, placer que sabe a compañía.
 
Pero cuando no es a ustedes, lo que leo son choros de Osho o el Pune Times, que toda la semana pasada estuvo inundado del chisme del momento: “Discriminación del Reino Unido hacia India”. Bueno, no era tal cual, pero sí llegó a tomar proporciones nacionales. Y todo comenzó en el Big Brother inglés, donde una londinense le dijo un par de insultos (con referencias a la cultura y costumbres de India) a una estrella de Bollywood, sin imaginarse nunca que sería taaaaan delicado y que le significaría su salida del reality show –luego de que 90% votara por la india– y mucho menos que acabarían involucrados los gobiernos de ambos países en el asunto. Una locura. Tanto como los clasificados, en los que páginas y páginas, sobre todo los domingos, son dedicadas a la oferta y demanda de marido o esposa. Hay tantos anuncios y tantos individuos que creen saber con exactitud lo que quieren, que los clasificados vienen ordenados por casta, edad, religión, profesión, posición económica, nacionalidad, etcétera. Partes de culturas ajenas difíciles de entender. Como toda esta otra controversia sobre el beso de la película Dhoom 2 (aquélla de la cual les conté). En toda la película aparecen mujeres y hombres con mínima vestimenta, continuamente pegada al cuerpo y mojada debido al sudor de los bailes y batallas o a esas atinadas lluvias que caen justo en el momento exacto en que comenzarían a bailar estos dos que se tiran la onda. Muchos bikinis, pantalones embarrados, escotes, minifaldas, movimientos provocadores, cámaras lentas. Pero no. “¡Un beso en la boca, eso sí que no pensamos tolerarlo! ¡Es inmoral!” Y aunque Pune, debido en gran medida a Osho y su “ashram”, se ha suavizado un poco al respecto, en las calles pasa igual. No es raro que algún policía te regañe, la gente te mire mal o una viejecilla te dé un manotazo, si te ve abrazando a una mujer. Eso, un simple, veloz e inofensivo abrazo. Ya no digas tú un buen bocinazo o toqueteo mayor. O ni tan mayor. ¡Ush! ¡No! ¡La que se te arma! Algunos jóvenes se rebelan un poco antes dichas prohibiciones y aseguran que el PDA (como ahora le llaman aquí los sociólogos al “Public Display of Affection”; que no es como en Estados Unidos, que significa algo así como “Personal Data Agenda”) no debería ser juzgado de forma tan ruda y, por lo menos en el inspirador parque Osho (de las poquititas cosas por acá que llevan su nombre y no te cuestan), ya comienzan a agarrarse la manita, abrazarse y a darse uno que otro besito en público. Bien por esa, Osho.
 
Espero escucharlos, verlos o leerlos próximamente. Y de aquí a que pueda dárselos en persona, reciban de manera virtual mi eterno y total PDA (Piolo’s Display of Affection).
 
Hasta que las letras, sonidos, imágenes, memorias y sentimientos nos vuelvan a juntar,
 
Piolo

¿Quién se ha llevado mi luna?


Que aunque no es de queso, cómo me alimenta. Que aunque no es mía, cómo me pertenece. Que aunque no es de ella, cómo me llena de luz. Pero se fue. Por ahora. Y con ella, mi alegría, tranquilidad y “buenondismo”. Por ahora. Es como si su cara oscura se mostrara para recordarme que la vida tiene más de una faz, que a veces te sientes en órbita, pero al siguiente instante caes en un cráter y no hay mucho que hacer. Más que fluir. Flojito y alunizando. Y alucinando. Para después renacer, como luna nueva, y recordar con risitas tus ánimos tan menguados.
 
Digamos que llegué a un punto en el que, como dijera mi madre, “ya acabé de estar”. Así que, decidí irme de ya, para “comenzar a estar” en otra parte. Barcelona, donde un par de geniales personas ya me esperan. Y ahora tienen que hacerlo sentadas, acostadas, quizá; pues resulta que ni pagando la penalización que de por sí ya tengo que pagar, pude conseguir boleto para antes del 29 de enero. Nada. Ni un asiento. Ni medio. Vaya, ni acurrucándome bajo el asiento del copiloto o sobre el regazo de la aeromoza. Casi al mismo tiempo me dan la noticia en el hotel que desde hace tres días comenzaron a cobrarme el triple. “¡Quéeeeeee! ¡Y como por quéeee!” –Pues porque hay gente dispuesta a pagar esa cantidad, pues la demanda volvió a subir.– “Demanda” es la que se merecenY lo que volvió a subir, una y otra vez, es mi sangre a la cabeza y el volumen de mi voz y la temperatura de la discusión, misma que concluyó en que a partir del siguiente día comenzarían a cobrarme esa tarifa y ya era mi decisión si me quedaba o no. Eso sí, como querían “ayudarme”, me ofrecieron hacerme un descuentito si les pagaba por adelantado una semana; pago por el cual –mil millones de absurdas explicaciones de por medio– no podrían darme recibo. Chale. Igual que en otras tantas ciudades del mundo, hay días donde nomás todos se ponen de acuerdo para querer atorarte. Y, digo, por las $200 rupias diarias hasta era divertido cruzar la gélida madrugada para descargar la inquieta vejiga, respirar cemento y pegamento de la interminable construcción de al lado o caerse de la cama de tan pequeña pero no lastimarse debido a la amortiguación brindada por la eterna y ancha capa de polvo del piso; pero por $750, nel, y para entonces con tres días sin agua caliente y cuatro sin luna. No.
 
Salí a buscar hotel, cuarto, departamento, otra cajita de zapatos, lo que fuera (vaya, lo que conviniera, algo decente en cuanto valor-precio, pues se sabe de gente que ha rentado pisos por miles de rupias, mismos que se los entregan ¡sin puerta! Sí, sí, cualquiera puede entrar desde la calle, si así lo desea). En plena búsqueda me encontré una tienda Nike y, contrario a lo que mis finanzas me gritaban, pensé que ya era hora de tirar esos huaraches que me estaban lastimando e invertir en unas buenas chanclas para todo terreno, que me sirvieran en meditaciones indias, regaderas españolas y playas puertorriqueñas. Carísimas. Pero comodísimas. Los primeros 10 minutos. Los siguientes 120 medio me incomodaban. Los últimos tres fueron insoportables. Me las quité. Sangrita. Cuatro ampollas en cada pie. Una tan grande que no la cubren ni tres curitas y que hasta la fecha es insoportable aun con calcetines y tenis. Y seguía sin cuarto. Y en la calle, cada conductor de rickshaw me ofrecía sus servicios sin querer poner el “taxímetro” para cobrarme lo que se le diera la gana, y cada dos metros alguien se acercaba y me jalaba para pedirme dinero, ofrecerme un truco de magia con unas flores marchitas o limpiarme los oídos con unos alambres oxidados. Y yo sin boleto de regreso. Y en eso pasa un rickshaw y su conductor me saluda y sonriente, le digo que no, que no requiero sus servicios, pero él dice “no, ya sé, sólo me acordé de usted y quería saludarlo”. Wow, alguien amable, un poquito de luz en este oscuro y humeante día, pensé. “¿Sabe? Hoy es mi último día aquí, me tengo que ir al sur, así que sólo quería despedirme.” –Vaya, gracias, pues mucha suerte cuando esté por allá. Hasta luego.– “No, espere, lo que pasa es que he estado un poco enfermo, y quiero ver si me puede dar dinero para ayudarme con mis medicinas”. –¿Sabe? Yo también estoy enfermo, llevo un mes con una gripa que viene y va, pero que sobre todo viene. Estoy ampollado, a penas puedo caminar. Usted tiene un medio de transporte, está en su país y trae puestos unos comodísimos zapatos. Yo también tengo problemas de dinero y hoy no es mi último día aquí, porque estoy exactamente del otro lado del mundo ¡y no hay boletos de avión para regresarme! Y AHORA QUE LO VEO BIEN, ¡NO, YO A USTED NI LO CONOZCO!–
 
La verdad no le dije todo eso. Sólo la mitad. Pero me nacía el triple.
 
Luego de comprar unas curitas para los pies, entré al café de enfrente, más para reposar las extremidades que para recrear la boca. Y ahí estaba sentada esta mujer que ya medio conocía (mi amigo argentino le dice “la jalapeña”, mutación de su original apodo, cortesía de un servidor: “La de Jalepaña”, debido a que su madre es de JApón, su padre de ALEmania, pero ella lleva viviendo bastante en EspAÑA. Tiene ojos claros pero rasgados y un acento madrileño casi límpido. También tiene un humor difícil un trasero estilo J. Lo., que no tiene nada que ver con nada, pero había que mencionarlo), a quien bastó preguntarle “¿cómo estás?” para que me escupiera toda una retahíla de quejas sobre la gente tratándose de aprovechar de ella, que terminaban con un “y para acabarla de joder, mi casero me acaba de decir que en vez de $1,000 rupias, debo pagar $1,300 al día; ahora tengo que conseguir urgente a alguien con quien compartir el lugar, que aunque sea me pague $500 al día para que pueda quedarme ahí una semana más”.
 
Y aquí estoy. En un departamento de lujo. Donde puedo estar descalzo y no se me suben ni kilos de tierra, ni insectos, ni ganas de salir corriendo. Donde no tengo un cuarto para mí, pero puedo gozar de la sala, el comedor, la cocina, un balcón impresionante, una vista envidiable y donde –por primera vez me atrevo a hacerlo– robo un poco de internet de algún vecino pudiente con red inalámbrica (Gracias, Nathan, quien quiera que seas –así se llama la red, supongo que su dueño también); pero, sobre todo, donde no hay un solo baño, ¡sino dos! Con agua caliente y todo. Sin olores que se entierran como estacas en la parte interna de la frente. Sin mirones, ni charcos de dudosa procedencia. Con papel, sin goteras ni señores mojados que te exigen entre gargajos que le cierres al agua mientras ellos se enjuagan. (¿Les dije que hay agua caliente ilimitada?)
 
Uff. Luego de un baño de horas, les escribo gustoso, recién rasurado y con los dedos arrugaditos. Con un café instantáneo que sabe a colombiano recién molido, con un procesador de textos que sabe a abrazo y cercanía. Cómo los extraño hoy. Cómo acabo de entender aquello del “home sick”. Cómo los quiero. Y añoro.
 
En fin. Lo gozaré mientras dure. O no. Pero igual le sacaré jugo y ya veré si es dulce, ácido, amargo o parte y parte. Cada vez me queda más claro que en cuanto te empiezas a sentir cómodo, te cae el chahuistle (Por cierto, ¿alguien sabe quién es este famoso Chahuistle y por qué tememos tanto a su caída?). Y está bien. La neta. Hay que moverse (no sólo literalmente, claro está). También cada vez me queda más claro que por más que te resistas, por más que bajes el pie para frenar, por más que se te gaste la suela y te ampolles y te sangren los talones, el mundo va a seguir dando vueltas y más te vale darlas con él, aunque a veces te marees y quieras vomitar, aunque no traigas el cinturón de seguridad, aunque a ratos estés de cabeza.
 
Parece que ya tengo un cuartito para la semana que entra. Un amigo de “La de Jalepaña” se va de viaje justo el día en que debo dejar este hermoso sitio. Eso, las cosas se acomodan. Aunque no solitas… así que debo dejarlos para acomodar las mías en la sala, la cocina y el comedor. ¡Quién necesita un cuarto cuando puede tener el otro 75%!
 
Con el corazón blandito pero desempolvado,
 
Piolo

PD.- Les mando unas fotos de mi ex “cuaaaaaaarto”. Nótese la cercanía de las esquinas tras de mí.

De Ronald, Mc Donald's y otras payasadas...


Hoy comí en Mc Donald’s. Me mataba la curiosidad. La hamburguesa no era de res. Pero seamos realistas, ¿cuándo lo ha sido? Como pasa en casi todo el mundo, a escasas cuadras hay comida local, deliciosa y mucho más barata, pero ahí estamos una bola de idiotas como hipnotizados por Ronald Mc Donald, que es igual de macabro en cualquier parte del orbe (y que cuya escabrosa caricatura de los manteles de papel, todavía tenía el descaro de dar consejos sobre cómo llevar una sana alimentación). Me aplicaron el occidental y mercadotécnico truco de “por sólo 15 rupias más su combo puede ser grande”; resistí las primeras tres ofertas, pero luego usaron el as bajo la manga, el truco indio: me lo volvieron a pedir pero con cara de “ándale, pooooor fi”, como si su empleo dependiera de ello. Y caí.
 
Saliendo, con panza llena y dedo grasoso, entré al cine. Wow. Qué experiencia. Vi Dhoom 2, cuyo soundtrack escucho ahora mismo. Es como el James Bond de acá. Una película al estilo de Ocean’s 12 o Mission Impossible 2, en donde no importa nada el guión o las actuaciones, mientras haya mucha acción que haga sudar los inmejorables cuerpos de los protagonistas, que en este caso eran las versiones indias de Benicio del Toro/Jaime Camil, Haley Berry/Luz Elena González, Brad Pitt/Carlos Ponce y Jean Claude Vandame/Eduardo España. Muy entretenido, en gran medida, debido al humor involuntario. Ah, por cierto, la peli estaba en hindi, pero de repente hablaban en inglés, entonces yo oía como “Reweiorjne ijewfhafd hfdsiufhs YOU ARE SO SEXY. Geuwirhwe cxznc hfieu eiwojf WANT A DRINK? Trueiwon fjslodfjs OK. Tretwy fndjksioer ffsdfsdy FRENCH FRIES dsjfhsdifhewif I LOVE YOU.” Y también de repente, así de la nada, como buena cinta bollywoodense (en efecto, la industria cinematográfica india por excelencia se hace llamar Bollywood) se armaban bailes en plena película. Una especie de videoclips eternos que ni avanzaban la historia, ni agregaban nada; vamos, no era en esas partes en las que se musicalizan y resumen una enorme cantidad tareas o planes que serían aburridos ver en silencio o en tiempo real. No. Sólo era como “¡hey, todos los que están alrededor!, ¿se saben la coreografía? ¡Entonces vamos a bailar cinco minutos!” Tres horas de película, con su respectivo intermedio y con la clara petición de ponerse de pie, antes de que ésta comenzara, para escuchar el himno indio, mientras se veía una banderita nacional agitándose en la pantalla, seguramente filmada hace ya varia década.
 
Y el latin power se hacía presente. En Mc Donald’s se escuchaba una canción de Shakira y Alejandro Sanz mezclada con cítara y ritmos indios en una bocina junto a la cual había un menú que ofrecía un “Chicken Mexican Wrap”, mientras que afuera se vislumbrara un Gael García gigante para promocionar Babel, y dentro del cine se ofrecían, literalmente “Nachos Mexicano (salsa)”. Es tan similar India a México en algunas cosas que no me sorprendería que fuera cierta aquella leyenda que medio me contaron sobre que algún día ambas naciones eran una sola, pero fueron separadas por algún lío de faldas (de saris, más bien) o algo así. En la calle se venden frutas con sal y chile piquín, elotes, una especie de esquites, pepitas y otras semillas doradas en comal; las comidas corridas (thalis) se acompañan de tortillas (chapatis); orillados por sus circunstancias, los taxistas (conductores de rickshaws, esos triciclos con cabina de aluminio, endeble como papel, o como papel aluminio) y los policías son bien transas y buscan cualquier forma de sacarte plata, de robarte; las similitudes físicas de los habitantes de ambos países son bastantes también; en fin…
 
En efecto, ahora conozco un poco más el mundo de afuera. Me salí de trabajar. Dejé el “programa” de “Work as Meditation” (“Work ass...”). Luego de los cientos de incidentes en la puerta, me ofrecieron un nuevo trabajo en el área de eventos, normalmente muy divertida, pero para entonces con todo el estrés de la fiesta de fin de año encima. Gracias, pero no gracias. Ahora fui yo el que aplicó todo el argumento sobre el cambio y la importancia de poder adaptarse a éstos. Y ese mismo día tuve que desalojar mi habitación y encontrar dónde vivir hasta quién sabe cuándo. Iba pasando frente a un hotel que está casi pared con pared del Resort de Meditación, donde sabía de sobra que no habría cuartos dado que era la semana más ocupada del año, pero igual lo intenté. “No, señor, ya no tenemos cuartos… Bueno, tenemos un ‘cuuuuuarto’ –decía el recepcionista, agitando la cabeza, como si él mismo dudara que el cuchitril mereciera dicha denominación–, no sé si quiera verlo”. “Sí, quiero verlo, pero ¿qué, tiene fantasmas o por qué esa forma de decirlo…” Lo vi y entendí de inmediato. Ja ja ja. Es más como una caja de zapatos que una habitación. De ancho, alcanzo a tocar ambas paredes con los brazos estirados. De largo, llego con un paso de elefante, uno de gallo y uno de pollito. Ji ji ji. “¡Me lo quedo!” Sí, sí, era la opción, mientras encontraba algo mejor, si es que encontraba algo en dicha época. Al poco tiempo me enamoré de mi “cuaaaaaarto”. Es cierto, para llegar al baño, debo cruzar una terraza (baño comunal, cuyas regaderas están divididas por unos vidrios tan ligeramente biselados que se puede mirar casi plenamente al bañista de al lado; a veces te toca algo agradable que ver, pero en otras ocasiones tú eres lo no tan malo para ver, y eso sí está feo), dada la construcción que hay al lado, se le mete polvo en exceso –hoy lo limpié y saqué la tierra suficiente para sembrar una plantita–; si entra el sol, me salgo yo; se está descarapelando la pintura, la cómoda para guardar la ropa está fuera, pues adentro no cabe; y no huele del todo bien, debido a la coladera vieja que hay en una esquina; pero tengo un hermoso jardín a unos pasos, estoy junto al Resort, tengo un porche (no, no el auto, tetos) al que me salgo, cual gringo viejo en suburbio clasemediero, a tomar el fresco y mirar la luna. Además, pagué lo equivalente a $200 pesos las primeras tres noches, cada una, y desde entonces hasta ahora, pago sólo como $50 varos por noche, $50 pesitos por la luna más hermosa del mundo. Es un buen trato. Más la seguridad de un hotel y de que no caerás en las garras de unos de los tantos coyotes que andan por las calles ofreciéndote cuartos y que a la mera hora no te dan ni octavos, no está nada mal.
 
En cuanto me salí del trabajo, estaba, digamos “osheado”, hasta el queque de este multicitado líder espiritual y sus cientos de libros, fotos, discos, revistas; hasta el queque de escuchar a todo el mundo diciendo “Osho dice esto sobre el matrimonio, aquello sobre la infancia, esto otro sobre cómo estás parado en este preciso momento y esto y esto y esto otro sobre las papas fritas”. ¡YAAAAA! Harto, además, de estar uniformado, peor aún, de haber tenido que estarle pidiendo a la gente que se uniformara correctamente; de TENER que ir a ciertas meditaciones, de tanta clavadés, de tanta institución. Así que pasé un par de días sin volver. La verdad es que en los alrededores no cambia mucho la onda; en mis primeros tres minutos fuera, vi 300 pósters e imágenes del susodicho, enemil letreros de restaurantes, tiendas y servicios con alusiones directas a él, y cinco cuates idénticos. Al alejarme un poco más, llego a la “quinta avenida” de acá, que más bien es como de octava. Ji ji ji. La misma excesiva estridencia, suciedad y locura de las calles más transitadas que había visto por aquí, sólo que además, de pronto ves pasar vacas, camellos o elefantes; las primeras corriendo, comiendo o descomiendo libremente, a raudales. Interesante, pero la verdad es que no hay mucho que disfrutar fuera de aquello que algunos siguen llamando “ashram” y otros “comunidad”. Así que volví algunas veces, varias, ahora pagando mi entrada cada día. Y estuvo muy bien. Me reconcilié con el sitio y comencé a disfrutarlo de verdad. Decidí tomarme unas vacaciones ahí mismo. Unas bastante sui géneris, en las que a veces me despierto a las 5:30, 6 o 7am para ir a las meditaciones dinámicas o a jugar tenis. He estado probando aquello de empujar al cuerpo más y más y encontrar en él nuevas fuentes de energía. De estar tan entregado a la actividad que la mente se calla y el físico va más allá. Situación nada mística para varios, algo similar me decía mi hermano con respecto a correr un maratón, mi amigo el Potro cuando hacía bici de montaña o mi amiga Vero sobre las meditaciones de Osho. Encuentro que todo es lo mismo, pero con diferente empaque. Y me río y me divierto. Y me fascino y suspiro.
 
He jugado mucho tenis: tres, cuatro, hasta cinco horas en un día. Y, dentro de los medianos, me estoy volviendo el bueno. El primer día que jugué (día que fui invencible en el “deporte blanco”, que acá tiene que ser “marrón”, pues también demanda uniforme), de repente, entró corriendo y chillando un mandril, quien tomó una bola y se la metió en la boca. El indio con el que estaba jugando, Abipsa, soltó la raqueta y corrió hacia éste gritando y agitando los brazos con demencia. Entonces el mandril y yo huimos despavoridos… Ji ji ji. Se ven cosas raras por acá… Además he nadado y golpeado un saco de arena hasta el cansancio. Pero eso, ya me cansé; me duele un poco todo y mi puerquecito me pide reposo para recuperarse de tanto. Así que estos últimos dos días se lo di. Junto con harta comida variada para recuperar algunos de los tantos kilos perdidos.
 
¿Qué cómo pasé el Año Nuevo? ¡Ush! Mucho mejor que la Navidad. Despedí el año viejo con una nariz roja. Así es, caracterizado de clown, me la pasé animando a la banda en la fiesta. Jugueteando, payaseando, bailando, arrancando, recibiendo y generando una buena cantidad de sonrisas. Riquísimo. Las 12 campanadas llegaron y yo brindaba con un vaso mimado (o sea, con mímica) y una bola de buenos cuates (aunque nada comparado con mis tradicionales Años Nuevos en casa de Coqui, con MIS AMIGOS). Y el primer día del año, también con nariz roja, hice una rutina de clown en el show de variedades… Poco antes de entrar al escenario, siempre me quiero rajar, salir corriendo, y casi ruego por que se suspenda todo y ya, bye. Pero en esta ocasión no podía darme el lujo, pues resulta que, por quién sabe qué cosa, no estaba yo en la lista de las actuaciones. Pero ya estaba caracterizado, listo y con muchísimas ganas de salir a escena. Así que insistí e insistí, no podía quedarme con las narices cruzadas, y sólo me decían “tú estate listo y, si hay chance, te llamamos y sales”. Y de pronto me llamaron. Salté a escena. ¡Y puff! ¡Un exitazo! Hice una parodia sobre una de estas meditaciones obligadas a las que teníamos que ir. El lugar se llenó de carcajadas y aplausos; yo, de mucha emoción, de incredulidad ante tal respuesta. Al otro día, el ego, que había estado de vacaciones, me hacía pasearme de un lugar a otro en el Centro de meditación, sólo para recibir comentarios, de conocidos y desconocidos, sobre la actuación del día anterior: “¡Tú eres el clown de ayer, felicidades!; ¡Vaya, gracias por tantas risas, casi me hago pipí!; ya hacía falta romper toda esta solemnidad, enhorabuena; ¿eres payaso profesional?; ¡wow, no te conocía esa parte!; eres un gran mimo, ¿a esto te dedicas?” Etcétera, etceterísima. Y, ego a parte (o no, qué sé yo), fue taaaan simbólico para mí despedir el viejo y recibir el año nuevo sobre un escenario, dando función en India, trabajando, pero en algo que amo tanto, que ahora me siento pleno, muy agradecido, como, a mano, satisfecho, como si ya supiera de qué va la onda...
 
Ahora se acerca a mí la gente del programa (sobre todo un tipo, de quien ya les contaré más), los mismos con los que me peleé algunas veces, los que no sabían si podrían darme chance de salir a escena o no, para ver si quiero hacer una función más larga, un unipersonal; o a ver si quiero dictar un taller, impartir un curso. “Ah, bueno, pues déjenme pensarlo.” Ji ji ji. Y no es por payaso, bueno sí, justo es por payaso que me quieren ahí, pero me refiero a que no es por ponerme mis moños, sino porque ya tengo que ir organizando todo pa’ emprender el regreso. Debo estar en Puerto Rico por ahí de febrero, principios o mediados. Antes de eso paso por España de nuevo. Tengo una cita pendiente con el Prado y otra con Barcelona. Espero que el tiempo, la organización y el dinero me permitan cumplirles. Y, a partir de ello y de si se me da la gana o no, no sé si haré algo más con estos cuates de Osho. Ya los mantendré al tanto. Y les cumpliré…
 
Y hablando de cumplir, ¿saben cuál es la principal razón para desilusionarse por no llevar a cabo los propósitos de Año Nuevo? Hacer propósitos de Año Nuevo. En serio. Hagan lo que quieran, cuando quieran, pero no se lo prometan a ustedes, y mucho menos a alguien más. Sólo háganlo. O no. Pero traten de dejar promesas y culpas de lado, que son un lastre bien incómodo de arrastrar.

Mando abrazos largos con 12 palmadas en la espalda, y sonrisas causadas por las cosquillas de una brisa nueva…
  
PD.- En cuanto boté el programa residencial de “Work ASS Meditation” cambié de look; un poco por mostrar externamente la metamorfosis interna, otro tanto por aprovechar que tenía agua caliente en el lavabo para rasurarme y quién sabe cuándo más la tendría, y otro tanto por ya no parecer Jesús, no fuera a ser que me volviese a topar con aquel Buda y entráramos en conflictos reliciosos. Ahora el estilo es menos bíblico y más mosquetero, ya se los enseñaré. Los cocineros del restaurante donde trabajaban lo definieron así: “Antes te veías more cute, pero ahora te ves more intelligent. Y te preferimos cute que intelligent.”

Con harto amor, del viejo, del nuevo, del de siempre,

Piolo