martes, 20 de septiembre de 2011

Ya nini la friegan

¿Habrán sido “ninis” los creadores de esta “obra”? ¿Será un presagio? ¿Su peculiar concepto de final feliz? ¿Un reclamo sarcástico, acaso? Nini idea.

Curiosamente, esta pieza de “arte callejero” parece estar firmada por el “artista”, pero la Madre Naturaleza, haciendo gala de su burlona sabiduría, eligió mantenerlo en el anonimato. Nini modo.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Buzz Lightyear meets Buzz Lightyear

No se conocían. Venían de galaxias distintas. Se encontraron de frente en aquella fiesta y de inmediato notaron que llevaban puesto el mismo atuendo. Seguro los invadió la frustración de la socialités que, en la alfombra roja del año, se topan a una fulana con un vestido idéntico al suyo (pero dos tallas más chico). Sin embargo, ellos no escondieron sus emociones ni agacharon la cabeza para refunfuñar, sino que resolvieron el asunto de una forma mucho más madura: sin titubeos, dispararon su arma láser.

¿Qué habrán pensado en ese momento? Van tres posibilidades:

—¡Este sistema solar es muy chico para los dos!

—No, no, TÚ eres un juguete.

—Vete mucho al infinito… ¡Y más allá!


¿Deseas agregar alguna?

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Capitán América vs El Hombre Araña

Dicen que el hábito no hace al monje. Pero puedo asegurarles que en cuanto estos niños (que no se conocían antes de aquella fiesta) se enfundaron en sus trajes de superhéroes adquirieron una energía sobrehumana. No tenían escudo ni telarañas, pero aguantaron brincos, piruetas y golpes como si fueran los auténticos. Parece que el truco consiste en creérsela. Estoy seguro de que habrían podido volar de haberlo deseado, pero todo buen fan sabe que ni el Cap ni Spidey tienen esa habilidad —eran entusiastas pero congruentes—.

Al final, parece que El Hombre Araña decidió revelar su identidad al Capitán América en señal de tregua, estrechar su mano y listo, tan desconocidos como siempre. “Ya nos encontraremos a la hora de la piñata…”


lunes, 29 de agosto de 2011

El restaurante chino-thai-vietnamita de Daniel Giménez Cacho

En medio de la mexicanísima Plaza de Santa Catarina, en pleno barrio de Coyoacán, emerge, sorpresivo y audaz, el restaurante chino-thai-vietnamita El Dragón Dorado.

Desde la entrada al Teatro Santa Catarina un ambiente oriental se hace presente, mezclándose con la arquitectura local: lámparas redondas de papel, una tacita de té y una galleta de la suerte te dan la bienvenida. Ahí comienza la fusión. Ahí comienza la función.

Un par de hostess ataviadas con coloridas blusas chinas indican dónde sentarse, los boletos están numerados. Los asientos rodean por completo el escenario, en el cual se aprecia solamente una barra rectangular, un par de lámparas alargadas y algo de utilería.

Lo primero que se escucha es un gong. También será lo último que se escuche, luego de este suculento viaje gastronómico teatral.

Un hombre da la bienvenida a El Dragón Dorado, restaurante en torno al cual girará la historia, todas las historias. Ahí se cocinan, ahí se comen, ahí se regurgitan.

Aparecen otros cuatro cocineros. En total, tres hombres y dos mujeres. Pero los géneros de los actores da igual, pues lo mismo representan varones que damas, jóvenes que ancianas, insectos que humanos, que inhumanos. Una especialidad de la casa es ver a estos cinco entes convertidos durante casi dos horas en una flexible pasta oriental que se va transformando en profundo wonton, ardiente fideo o escurridizo tallarín según se necesite.

Cada uno representa entre tres y cinco personajes, salta de uno a otro en medio de un acalorado vértigo, propio de las cocinas orientales. No sólo eso, sino que a veces les toca actuar, a veces narrar y en otras ocasiones narrar y actuar al mismo tiempo lo que está haciendo su personaje y/ los demás; sus voces saltan continuamente de la primera a la tercera persona, como si la obra quisiera darle cabida a todas las voces, a todas las personas.

El Dragón Dorado tiene un formato casi cinematográfico, con la enorme dificultad que representa entrelazar personajes e historias sin las facilidades de la post producción. Gritos, mutaciones, utilería juguetona, golpes, saltos, órdenes urgentes, nombres de platillos, vejaciones, gritos de dolor: así se va desenvolviendo este caos estructurado, con ingredientes disímbolos, heterogéneos, que poco a poco se van convirtiendo en una misma y exquisita historia; una que, como puede esperarse en un restaurante chino-thai-vietnamita, va paseando por el paladar con sabores dulces (leche de coco), salados (salsa de soya), picantes (curry verde), frescos (té limón, jazmín, vegetales) y contundentes (cacahuate, hongos, jengibre).

Así pues, no es sencillo desentrañar el tema de la obra —si bien trata sobre la migración, también trata sobre la lucha, la esperanza, el amor, el desamor, la camaradería y la deshumanización—, así como tampoco es fácil nombrar rápidamente a su protagonista —¿un cocinero joven?, una cigarra quizás, tal vez el propio restaurante o, más bien, una muela picada—.

En la puesta en escena (o puesta la cena) se ve la mano de un director experimentado y experimentador, uno que, a decir de los actores, guía pero permite, orienta y deja volar, trabaja pero juega. Se nota la sazón de Giménez Cacho, pues.

Vale la pena darse la vuelta e incluso repetir ración. Quedarán más que satisfechos.

El Dragón Dorado abrirá sus puertas del 26 de agosto al 20 de noviembre del 2011 y estará atendiendo jueves y viernes a las 20 horas, sábados a las 19 horas y domingos a las 18 horas en el Teatro Santa Catarina: Jardín Santa Catarina 10, Plaza de Santa Catarina, Coyoacán.

A cargo de la cocina: Daniel Giménez Cacho. Preparando los platillos frente a usted: Arturo Ríos, Joaquín Cosío o José Sefami (alternan funciones), Ana Graham o Concepción Márquez (alternan funciones), Antonio Vega y Patricia Ortiz.

Cubierto: $150.

(Fotos: José Jorge Carreón y Piolo Juvera)

jueves, 25 de agosto de 2011

¿Es restaurante o banqueta?

Comencé a hacerme esta pregunta hace unos días, saliendo de desayunar de mi restaurante favorito de los domingos. En gran medida es de mis sitios predilectos para las mañanas del fin de semana porque tiene mesas en la banqueta, con vista a una hermosa plaza, y Martina (mi hija canina) siempre ha sido muy bien recibida.

No es un sitio particularmente pet friendly, pues los perros no pueden ingresar al interior, pero sí pueden estar en la zona al aire libre, y tengo la suerte de que un par de trabajadoras siempre le hacen mucha fiesta a mi amada cuadrúpeda: la acarician, la apapachan y le llevan agua si tiene sed. Pero aquella mañana, por situaciones completamente ajenas a nosotros, no nos hicieron sentir tan bienvenidos.

En la mesa contigua estaba desayunando una clienta frecuente, la he visto decenas de veces ahí y la ubico, principalmente, porque siempre pide una michelada —que le sirven en una copa tan alta y delgada que está a punto de parecer una de las apodadas “yardas”. De pronto, la escuché gritar “¡no, abajo!”. Volteé y vi que se lo decía a una perrita blanca que luego de eso se marchó quitada de la pena. En cuanto regresé la mirada a mi platillo, aparecía a mi derecha un labrador que se perfiló para rociar un poste (que casi rozaba mi mesa) con su poderoso chorro de pipí, ahí, a un paso de mí, de mi desayuno y de mi hija.

Ewww. Qué mal estuvo eso”, pensé. Y, ciertamente, aunque había sido poco agradable, reflexioné que quizá estaba en la animalidad del perro, y ni modo, cómo iba él a saber que justo en ese poste, en ese momento, no era buena onda que derramara su amarillenta naturaleza.

Me aconsejé ser comprensivo, finalmente yo también tenía una hija que, aunque es muy bien portada desde que la adoptamos, de repente sí hace cosas que no me enorgullecen particularmente. El labrador se unió a la perrita blanca y ambos, a su vez, a una pareja que transitaba despreocupada y que, luego de titubear un poco, terminó sentándose unas mesas más allá en el mismo “restaurante”.

La mujer de la michelada no pudo tomarlo con tanta calma y llamó a su mesera con un grito. Se levantó furibunda y se quejó amargamente de que aquella perrita que iba con los recién llegados se había orinado ahí, en su mesa, y que a ellos no les importó, que ni siquiera le estaban poniendo atención a sus perros (en eso tenía razón, aunque pudo bastar una distracción de un minuto para que ocurrieran los hechos).

Gritó que no volvería, que no era justo y pidió que le explicaran al gerente el porqué (lo conocía, pues se refirió a él por su nombre). De entre las cosas que farfullaba se me quedó grabada la frase: “¡Es la banqueta, pero es un restaurante!”. Se levantó y se fue. Dejando su micheladota con apenas un trago menos.

La mesera y una encargada en turno fueron a llamarle la atención a los dueños de la perrita blanca (y el labrador). No alcancé a ver su respuesta, sin embargo, se mostraban tranquilos y se quedaron a desayunar como si nada. Sentí que Martina y yo de pronto ya no éramos tan bienvenidos, sobre todo cuando otros comensales apoyaron en voz alta la postura de la señora de la michelada, de una forma que denotaba su poco aprecio por los animales no humanos.

Ya nos había pasado que se cambiaran de mesa o le tiraran mala onda a Martina hasta por el simple hecho de sacudirse. La onda es que eso de las mesas de afuera son para quienes gustan de por lo menos alguna de estas tres cosas: el aire libre, los perros, el cigarro. El problema es que te puede gustar una o dos, pero no necesariamente las tres, y estaría bueno ser tolerante con las que no. Yo me tengo que soplar tu humo; tú, a mi hija; y ambos, el frío, por ejemplo. (Y conste que mi postura es bastante condescendiente, porque me cae que la presencia de Martina es mucho menos dañina que un cigarrillo encendido)

Apuré mis chilaquiles verdes mientras pensaba: Pero a ver, ¿estoy en un restaurante o en una banqueta? ¿Aplican las reglas (aunque sean tácitas) de una cafetería o de un paso peatonal? Si es restaurante, el perro no puede transitar por ahí; si es banqueta, sí. Si es restaurante está pésimo que los canes se hagan pipí ahí; si es banqueta, no. Si es restaurante no puedo consumir mi agua de horchata (comprada en la nevería) ahí; si es banqueta, sí. ¿Cuál es la forma de establecerlo? ¿Cuál reglamento aplica? Ni idea.

Personalmente creo que si han de imperar algunas reglas en ese limbo banqueta-restaurante, ésas tendrían que ser las que beneficien a los transeúntes (de la especie animal que sean), pues en muchos casos (como en el ejemplo de la foto, que, aclaro, no es “mi” restaurante de los domingos, sino un espécimen que me intriga desde hace tiempo) la banqueta desaparece y no te queda más que surcar el restaurante o bajarte a caminar al arroyo vehicular.

Y si en el restaurante exigieran corbata, ¿tendría que venir preparado un domingo en la mañana para poder seguir mi camino por ahí? A saber…

martes, 9 de agosto de 2011

Lesbianas adolescentes en un banco

Estaba esperando mi turno en un banco de la Colonia Roma (México, D.F.), junto con otras tres docenas de zombies (o eso parecíamos), cuando las vi entrar de la mano. No tenían más de 18 años. Parecían las únicas vivas del lugar. De cuando en cuando se daban muestras de cariño: un besito, una caricia, muchas sonrisas.

He de confesar que me llamaron la atención. Me encantó que se comportaran como cualquier pareja heterosexual de su edad lo haría (como creo que tendría que ser), sin miedo al qué dirán o, peor aun, al “qué NOS dirán” o “harán”. Porque sí, lamentablemente seguimos viviendo en un país discriminador. Basta asomarse a la Encuesta Nacional Sobre Discriminación en México del 2010 (realizada por el Conapred) para confirmarlo: —usando este caso como referencia— resulta que 44.1% de los encuestados no estaría dispuesto a permitir que en su casa vivieran lesbianas. (Si digo que yo no estaría dispuesto ni a poner un pie en casa de uno de estos discriminadores, ¿estaría también discriminando?)

Bajo este contexto, celebro la conducta pública (no tan común, todavía) de dichas jóvenes. Pero más celebraré el día en que sea algo tan habitual que ya ni siquiera nos llame la atención.

lunes, 8 de agosto de 2011

McFarmacias


Entré a la farmacia con dolor de estómago. Salí con dolor de cabeza.

A algún genio de la mercadotecnia se le ocurrió que la experiencia de comprar medicamentos sería menos dramática (y más lucrativa, claro) si se asemejara a comprar hamburguesas.

Así que ahora, cuando eliges una cadena farmacéutica para hacer tus compras, tienes que soportar una retahíla de desesperantes preguntas que los pobres dependientes repiten de manera robotizada durante toda la jornada; sí, como ya es típico en supermercados, cines y restaurantes de comida rápida. Aquella onda de “por 15 pesos más ¿quiere su combo grande?” o “¿gusta una galleta de chocolate para acompañar su orden?” pero versión medicinal.

Hace poco, una tarde veraniega en que tenía prisa (y diarrea) se gestó mi aversión hacia estas farmacias. Yo sólo quería un Pepto. Un maldito frasco de Pepto Bismol. “Paso de volada”, pensé. Y cuando al fin llegué a la caja tuve que transitar por este interrogatorio:

  • ¿Cuenta con monedero de la farmacia?
  • No
  • ¿Gusta abrir uno por 10 pesos?
  • No, gracias.
  • ¿Cuál va a ser su forma de pago?
  • Efectivo.
  • ¿Quiere aprovechar la promoción de una crema hidratante grande a precio de una pequeña?
  • No, gracias.
  • ¿Desea redondear su cuenta?
  • No.
  • ¿Necesita tiempo aire?
  • ¡No!

Uff. No tengo mucho en contra de la “modernización” —el sistema de servicio a domicilio de algunas de estas farmacias, por ejemplo, se ha vuelto bastante eficaz—, pero no creo que se deban replicar modelos de otros negocios en giros totalmente distintos. No es lo mismo que tenga hambre, pase por una baguette y me ofrezcan unas papas a la francesa, a que tenga una enfermedad, vaya por una medicina y me ofrezcan unos pañales.

Y los malditos monederos ésos… Los odio. No los quiero porque no me quiero “casar” con NINGUNA farmacia —no me gusta ni pensar que a veces DEBO ir a la farmacia, mucho menos voy a querer una membresía—, no los quiero porque no soy de los que cree que sí me “regalan” algo luego de juntar ene puntos, soy de los que sabe que esos “regalos” nos cuestan a todos clientes y que somos los que NO queremos dichas credenciales de lealtad los que más salimos perdiendo, pues nunca nos beneficiamos de ello; y no, ni por eso quiero uno… Por lo único por que he considerado solicitarlo es porque sólo así me ahorraré por lo menos tres preguntas odiosas cada visita…

Lo dicho: Entré a la farmacia con dolor de estómago. Salí con dolor de cabeza.