Comencé a hacerme esta pregunta hace unos días, saliendo de desayunar de mi restaurante favorito de los domingos. En gran medida es de mis sitios predilectos para las mañanas del fin de semana porque tiene mesas en la banqueta, con vista a una hermosa plaza, y Martina (mi hija canina) siempre ha sido muy bien recibida.
No es un sitio particularmente pet friendly, pues los perros no pueden ingresar al interior, pero sí pueden estar en la zona al aire libre, y tengo la suerte de que un par de trabajadoras siempre le hacen mucha fiesta a mi amada cuadrúpeda: la acarician, la apapachan y le llevan agua si tiene sed. Pero aquella mañana, por situaciones completamente ajenas a nosotros, no nos hicieron sentir tan bienvenidos.
En la mesa contigua estaba desayunando una clienta frecuente, la he visto decenas de veces ahí y la ubico, principalmente, porque siempre pide una michelada —que le sirven en una copa tan alta y delgada que está a punto de parecer una de las apodadas “yardas”. De pronto, la escuché gritar “¡no, abajo!”. Volteé y vi que se lo decía a una perrita blanca que luego de eso se marchó quitada de la pena. En cuanto regresé la mirada a mi platillo, aparecía a mi derecha un labrador que se perfiló para rociar un poste (que casi rozaba mi mesa) con su poderoso chorro de pipí, ahí, a un paso de mí, de mi desayuno y de mi hija.
“Ewww. Qué mal estuvo eso”, pensé. Y, ciertamente, aunque había sido poco agradable, reflexioné que quizá estaba en la animalidad del perro, y ni modo, cómo iba él a saber que justo en ese poste, en ese momento, no era buena onda que derramara su amarillenta naturaleza.
Me aconsejé ser comprensivo, finalmente yo también tenía una hija que, aunque es muy bien portada desde que la adoptamos, de repente sí hace cosas que no me enorgullecen particularmente. El labrador se unió a la perrita blanca y ambos, a su vez, a una pareja que transitaba despreocupada y que, luego de titubear un poco, terminó sentándose unas mesas más allá en el mismo “restaurante”.
La mujer de la michelada no pudo tomarlo con tanta calma y llamó a su mesera con un grito. Se levantó furibunda y se quejó amargamente de que aquella perrita que iba con los recién llegados se había orinado ahí, en su mesa, y que a ellos no les importó, que ni siquiera le estaban poniendo atención a sus perros (en eso tenía razón, aunque pudo bastar una distracción de un minuto para que ocurrieran los hechos).
Gritó que no volvería, que no era justo y pidió que le explicaran al gerente el porqué (lo conocía, pues se refirió a él por su nombre). De entre las cosas que farfullaba se me quedó grabada la frase: “¡Es la banqueta, pero es un restaurante!”. Se levantó y se fue. Dejando su micheladota con apenas un trago menos.
La mesera y una encargada en turno fueron a llamarle la atención a los dueños de la perrita blanca (y el labrador). No alcancé a ver su respuesta, sin embargo, se mostraban tranquilos y se quedaron a desayunar como si nada. Sentí que Martina y yo de pronto ya no éramos tan bienvenidos, sobre todo cuando otros comensales apoyaron en voz alta la postura de la señora de la michelada, de una forma que denotaba su poco aprecio por los animales no humanos.
Ya nos había pasado que se cambiaran de mesa o le tiraran mala onda a Martina hasta por el simple hecho de sacudirse. La onda es que eso de las mesas de afuera son para quienes gustan de por lo menos alguna de estas tres cosas: el aire libre, los perros, el cigarro. El problema es que te puede gustar una o dos, pero no necesariamente las tres, y estaría bueno ser tolerante con las que no. Yo me tengo que soplar tu humo; tú, a mi hija; y ambos, el frío, por ejemplo. (Y conste que mi postura es bastante condescendiente, porque me cae que la presencia de Martina es mucho menos dañina que un cigarrillo encendido)
Apuré mis chilaquiles verdes mientras pensaba: Pero a ver, ¿estoy en un restaurante o en una banqueta? ¿Aplican las reglas (aunque sean tácitas) de una cafetería o de un paso peatonal? Si es restaurante, el perro no puede transitar por ahí; si es banqueta, sí. Si es restaurante está pésimo que los canes se hagan pipí ahí; si es banqueta, no. Si es restaurante no puedo consumir mi agua de horchata (comprada en la nevería) ahí; si es banqueta, sí. ¿Cuál es la forma de establecerlo? ¿Cuál reglamento aplica? Ni idea.
Personalmente creo que si han de imperar algunas reglas en ese limbo banqueta-restaurante, ésas tendrían que ser las que beneficien a los transeúntes (de la especie animal que sean), pues en muchos casos (como en el ejemplo de la foto, que, aclaro, no es “mi” restaurante de los domingos, sino un espécimen que me intriga desde hace tiempo) la banqueta desaparece y no te queda más que surcar el restaurante o bajarte a caminar al arroyo vehicular.
Y si en el restaurante exigieran corbata, ¿tendría que venir preparado un domingo en la mañana para poder seguir mi camino por ahí? A saber…