viernes, 17 de abril de 2009

BarCelona Neta!


Así versa la campaña del ayuntamiento de dicha ciudad. Y qué razón tienen. Pues aunque en catalán “neta” significa limpia, en “mexicano” también aplica; sí, Barcelona, además de no estar sucia, es la neta.
 
Todo parecía indicar que jamás saldría de aquel “ashram” que algo tenía de La isla de la fantasía y Lost, mucho de Melrose Place y otro tanto de The Truman Show; ya casi hasta me estaba resignando a quedarme por ahí para siempre. Primero, ya saben, no había vuelos (no para mí, por lo menos); después, el día que me iba de Pune a Mumbai, para finalmente volar a España, no aparecía el taxi que había contratado, la carretera estaba bloqueada porque un camión había caído de un puente, y ya en el aeropuerto un militar indio con un arma tan larga como él (y, por lo menos ese día, como su cara) no me dejaba entrar porque no traía boleto ni aparecía mi nombre en la lista de los de ticket electrónico. Para entonces, luego de cuatro horas de un viaje excesivamente estresante, siempre a punto de chocar o de atropellar a alguien –en serio, no es exageración, la gente por allá se detiene no a centímetros del otro auto/persona, sino a milímetros, o continuamente se acaban tocando las láminas/cuerpos– ya juraba que jamás me iría de ahí. El taxista, en algún momento que habrá visto mi cara de espanto por el retrovisor, me dijo que no me preocupara, que “uno se va cuando tiene que irse, si el de arriba te quiere con él no hay nada qué hacer”. Entonces supuse que una de las razones por las que todos manejan así es porque confían demasiado en su dios; la bronca es que hay tantos por allá que seguro todo el tiempo hay conflictos de intereses celestiales, batallas sangrientas de cruces, estrellas y trompas en pos de una u otra almita, y una enorme demanda de empleados divinos que provoca que haya más muertes que cuando gobierna una única deidad. Pero nada de eso, por fortuna, ninguno de los de arriba me quería con él todavía.
 
Escala en Zurich. Baño. El paraíso. Blanco, impecable, con escusados y papel, y con olor a perfumito suizo. Casi pierdo la conexión por quedarme tanto tiempo gozando el lavabo con jabón, luz y espejo. “¡Un momento, sí que estoy flaco!”. Llegué a Madrid. En el aeropuerto, la sonrisa pecosa de la bienvenida (cortesía de mi amiga Valentina). Abrazos conocidos que te hacen sentir como en casa, a pesar de estar tan lejos aún, pero bueno, todo cambia con estar un poquito más a la izquierda del mundo… o un mucho más a la derecha, depende de cómo lo veas. Salgo a la calle. Increíble. El sonido del silencio. Nadie suena el claxon. Luego de cruzar un par de calles con el temor propio de quien lo hace en India y de recibir las burlas de mis amigos, entramos a tomar un té chai. En Starbucks. Sí, ya sé, extraño. Digno de ser juzgado. Estuve tomando chai –del de a devis– durante dos meses, y de pronto me tomo uno en Madrid por la misma lana con la que comía dos días en Pune. Pues… me supo a gloria. Y no me da mucha culpa admitir que caí bajo los dulces y confortables encantos de la sirena, la sirena verde de cola doble, esa que se queda con los tesoros de cualquier marino sediento a cambio de una bebida cualquiera pero cubierta con adornos que brillan como perlas y se deshacen como espuma… de mar… de capuchino. Desde ese día hasta hoy, comer se ha vuelto uno de mis hobbies favoritos: panes, baguettes, tortilla española, bocadillos, pastas, buffettes chinos, postres, napolitanas de chocolate y esa cosa fibrosa y grasienta que llevaba tanto sin comer… ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! Carne. En sus diferentes presentaciones. Destacan la de cordero y el jamón serrano. ¡Yumi! He ganado algunos de los kilos perdidos. (Para quienes decían que me veía muy flaco, les mando las últimas fotos que me tomé en India, así de puro cotorreo, nomás para que comprueben que sí, que tenían razón. Y ahora, que ya no estoy así, me puedo dar cuenta.)
 
A los dos días me embarqué (más bien me “entrené”, porque me fui en tren, no en barco) con destino a Barcelona. Un suave trayecto de poco más de cuatro horas, sin despegue ni aterrizaje, ni turbulencias, “cacahuetes” (como les dicen acá) o mascarillas de oxígeno. Sin revisiones exhaustivas, ni tres horas de antelación. Con carro comedor y vistas hermosas a nivel de cancha; prados, montañas, huellas de nieve, un cielo enorme, interminable; y ya llegando a Barcelona, el mar. Esta ciudad es increíble. Tiene de todo. Mar y montaña, modernidad y tradición, callejones y playas, un barrio gótico y edificios novísimos con formas alucinantes. Arte. Mucho arte. En cualquier pArte. En las calles. Del chingón. Del que les es fácil atrapArte, enamorArte. Del que no te exige saber nada ni que pongas cara de interesado ni hagas como que lo estás tratando de entender para luego discutirlo. Del que te impacta y te gusta y te hace sentir cositas desde el primer vistazo. Y lo mejor es que mucho de éste es gratis. Ahí, a disposición de quienes cuentan con un presupuesto limitado (algunos visitantes o comemos o pagamos la entrada al museo). Basta recorrer las calles para encontrar edificios, iglesias, monumentos, fuentes, esculturas, castillos, muelles, parques y plazas, restaurantes, tiendas y bares que hacen que se te caiga la baba (por cierto “baba” es “cuate”, “carnal”, “amigo” en India). Por acá, cualquier banqueta, bebedero, banca o poste de luz puede ser una pieza digna de admiración. Artistas y arquitectos de diversas corrientes se hacen presentes en cada esquina; aunque, claro, quien lleva la batuta es Gaudí, quien se asoma travieso por los rincones de Barcelona, primero para sacudirla un poco y después para convertirse en el estandarte, carnada y anzuelo de la ciudad. Además, igual que pasa en Madrid, es una ciudad que te permite gozar de una libertad inimaginable en muchas partes del mundo. La libertad de caminarla toda, de recorrerla fácilmente en metro o camión, bicicleta o patines (con ciclopistas de verdad, que funcionan y son respetadas), la libertad que tiene una señora de sacar a pasear a su perro a las 12 o 1 de la madrugada, mismas horas en las que adolescentes con minifalda caminan por las calles con el único temor de no pasarla excelente esa noche. Claro, también hay algo de graffiti y gandallas que tiran las bicis o motos que se quedan estacionadas varios días en el mismo sitio (sí, sí, ¡hay estacionamientos para bicicletas y motocicletas!), quinceañeros que apagan su cigarro de hashish en la calle con la misma tranquilidad con la que tirarían la envoltura de su chicle, y una que otra cosa más. Pero ante mis ojos, hasta ahora, sobresale “lo bueno”.
 
Esta ciudad me ha sorprendido. Me ha hecho sonreír, abrir los ojos y caminar en exceso. Y como siempre, los recuerdo con mucho cariño, mientras escribo, mientras leo, mientras me compro una baguette recién horneada para compartir, mitad para mí y mitad para las palomas; bueno, y para un perico silvestre, quien haciéndose notar por su verde vestimenta, se cuela entre los balnquigrises avechuchos para llevarse los mejores trozos de pan, por gracioso, por diferente, por osado, por atreverse a ir más allá, casi hasta la mano del grandote aquél, el méndigo de los mendrugos que lo acarrea para tomarle una foto con su celular prestado. Y los vuelvo a recordar desde lo alto del Palacio Nacional, donde cientos de fanáticos transitan para ver un juego de fut en el estadio olímpico; desde donde veo impactado, con la nariz helada y el pecho calentito, la fuente de Montjüic, que sorpresivamente va cambiando de color, de iluminación, de fondo musical, de intensidad, tamaño, ritmo y forma… tal como mi vida… como la tuya, como la vida misma. Y aunque la única constante sea el cambio, imagino que ciertas cosas que se quedan igual. Entonces recuerdo aquella pesadilla que tuve hace un mes, en India –que mientras dormía me generó tanto temor y ansiedad– en la que platicando con mis mejores amigos me daba cuenta que, después de este gran viaje, regresaba, y seguía siendo el mismo. Y ahora descubro que, para mi fortuna, la pesadilla se hizo realidad. Soy el mismo. Nunca igual, pero siempre el mismo.
 
Dulces sueños.

Piolo. Luis Fernando. Yo. El otro. El mismo.

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