viernes, 17 de abril de 2009

¿Quién se ha llevado mi luna?


Que aunque no es de queso, cómo me alimenta. Que aunque no es mía, cómo me pertenece. Que aunque no es de ella, cómo me llena de luz. Pero se fue. Por ahora. Y con ella, mi alegría, tranquilidad y “buenondismo”. Por ahora. Es como si su cara oscura se mostrara para recordarme que la vida tiene más de una faz, que a veces te sientes en órbita, pero al siguiente instante caes en un cráter y no hay mucho que hacer. Más que fluir. Flojito y alunizando. Y alucinando. Para después renacer, como luna nueva, y recordar con risitas tus ánimos tan menguados.
 
Digamos que llegué a un punto en el que, como dijera mi madre, “ya acabé de estar”. Así que, decidí irme de ya, para “comenzar a estar” en otra parte. Barcelona, donde un par de geniales personas ya me esperan. Y ahora tienen que hacerlo sentadas, acostadas, quizá; pues resulta que ni pagando la penalización que de por sí ya tengo que pagar, pude conseguir boleto para antes del 29 de enero. Nada. Ni un asiento. Ni medio. Vaya, ni acurrucándome bajo el asiento del copiloto o sobre el regazo de la aeromoza. Casi al mismo tiempo me dan la noticia en el hotel que desde hace tres días comenzaron a cobrarme el triple. “¡Quéeeeeee! ¡Y como por quéeee!” –Pues porque hay gente dispuesta a pagar esa cantidad, pues la demanda volvió a subir.– “Demanda” es la que se merecenY lo que volvió a subir, una y otra vez, es mi sangre a la cabeza y el volumen de mi voz y la temperatura de la discusión, misma que concluyó en que a partir del siguiente día comenzarían a cobrarme esa tarifa y ya era mi decisión si me quedaba o no. Eso sí, como querían “ayudarme”, me ofrecieron hacerme un descuentito si les pagaba por adelantado una semana; pago por el cual –mil millones de absurdas explicaciones de por medio– no podrían darme recibo. Chale. Igual que en otras tantas ciudades del mundo, hay días donde nomás todos se ponen de acuerdo para querer atorarte. Y, digo, por las $200 rupias diarias hasta era divertido cruzar la gélida madrugada para descargar la inquieta vejiga, respirar cemento y pegamento de la interminable construcción de al lado o caerse de la cama de tan pequeña pero no lastimarse debido a la amortiguación brindada por la eterna y ancha capa de polvo del piso; pero por $750, nel, y para entonces con tres días sin agua caliente y cuatro sin luna. No.
 
Salí a buscar hotel, cuarto, departamento, otra cajita de zapatos, lo que fuera (vaya, lo que conviniera, algo decente en cuanto valor-precio, pues se sabe de gente que ha rentado pisos por miles de rupias, mismos que se los entregan ¡sin puerta! Sí, sí, cualquiera puede entrar desde la calle, si así lo desea). En plena búsqueda me encontré una tienda Nike y, contrario a lo que mis finanzas me gritaban, pensé que ya era hora de tirar esos huaraches que me estaban lastimando e invertir en unas buenas chanclas para todo terreno, que me sirvieran en meditaciones indias, regaderas españolas y playas puertorriqueñas. Carísimas. Pero comodísimas. Los primeros 10 minutos. Los siguientes 120 medio me incomodaban. Los últimos tres fueron insoportables. Me las quité. Sangrita. Cuatro ampollas en cada pie. Una tan grande que no la cubren ni tres curitas y que hasta la fecha es insoportable aun con calcetines y tenis. Y seguía sin cuarto. Y en la calle, cada conductor de rickshaw me ofrecía sus servicios sin querer poner el “taxímetro” para cobrarme lo que se le diera la gana, y cada dos metros alguien se acercaba y me jalaba para pedirme dinero, ofrecerme un truco de magia con unas flores marchitas o limpiarme los oídos con unos alambres oxidados. Y yo sin boleto de regreso. Y en eso pasa un rickshaw y su conductor me saluda y sonriente, le digo que no, que no requiero sus servicios, pero él dice “no, ya sé, sólo me acordé de usted y quería saludarlo”. Wow, alguien amable, un poquito de luz en este oscuro y humeante día, pensé. “¿Sabe? Hoy es mi último día aquí, me tengo que ir al sur, así que sólo quería despedirme.” –Vaya, gracias, pues mucha suerte cuando esté por allá. Hasta luego.– “No, espere, lo que pasa es que he estado un poco enfermo, y quiero ver si me puede dar dinero para ayudarme con mis medicinas”. –¿Sabe? Yo también estoy enfermo, llevo un mes con una gripa que viene y va, pero que sobre todo viene. Estoy ampollado, a penas puedo caminar. Usted tiene un medio de transporte, está en su país y trae puestos unos comodísimos zapatos. Yo también tengo problemas de dinero y hoy no es mi último día aquí, porque estoy exactamente del otro lado del mundo ¡y no hay boletos de avión para regresarme! Y AHORA QUE LO VEO BIEN, ¡NO, YO A USTED NI LO CONOZCO!–
 
La verdad no le dije todo eso. Sólo la mitad. Pero me nacía el triple.
 
Luego de comprar unas curitas para los pies, entré al café de enfrente, más para reposar las extremidades que para recrear la boca. Y ahí estaba sentada esta mujer que ya medio conocía (mi amigo argentino le dice “la jalapeña”, mutación de su original apodo, cortesía de un servidor: “La de Jalepaña”, debido a que su madre es de JApón, su padre de ALEmania, pero ella lleva viviendo bastante en EspAÑA. Tiene ojos claros pero rasgados y un acento madrileño casi límpido. También tiene un humor difícil un trasero estilo J. Lo., que no tiene nada que ver con nada, pero había que mencionarlo), a quien bastó preguntarle “¿cómo estás?” para que me escupiera toda una retahíla de quejas sobre la gente tratándose de aprovechar de ella, que terminaban con un “y para acabarla de joder, mi casero me acaba de decir que en vez de $1,000 rupias, debo pagar $1,300 al día; ahora tengo que conseguir urgente a alguien con quien compartir el lugar, que aunque sea me pague $500 al día para que pueda quedarme ahí una semana más”.
 
Y aquí estoy. En un departamento de lujo. Donde puedo estar descalzo y no se me suben ni kilos de tierra, ni insectos, ni ganas de salir corriendo. Donde no tengo un cuarto para mí, pero puedo gozar de la sala, el comedor, la cocina, un balcón impresionante, una vista envidiable y donde –por primera vez me atrevo a hacerlo– robo un poco de internet de algún vecino pudiente con red inalámbrica (Gracias, Nathan, quien quiera que seas –así se llama la red, supongo que su dueño también); pero, sobre todo, donde no hay un solo baño, ¡sino dos! Con agua caliente y todo. Sin olores que se entierran como estacas en la parte interna de la frente. Sin mirones, ni charcos de dudosa procedencia. Con papel, sin goteras ni señores mojados que te exigen entre gargajos que le cierres al agua mientras ellos se enjuagan. (¿Les dije que hay agua caliente ilimitada?)
 
Uff. Luego de un baño de horas, les escribo gustoso, recién rasurado y con los dedos arrugaditos. Con un café instantáneo que sabe a colombiano recién molido, con un procesador de textos que sabe a abrazo y cercanía. Cómo los extraño hoy. Cómo acabo de entender aquello del “home sick”. Cómo los quiero. Y añoro.
 
En fin. Lo gozaré mientras dure. O no. Pero igual le sacaré jugo y ya veré si es dulce, ácido, amargo o parte y parte. Cada vez me queda más claro que en cuanto te empiezas a sentir cómodo, te cae el chahuistle (Por cierto, ¿alguien sabe quién es este famoso Chahuistle y por qué tememos tanto a su caída?). Y está bien. La neta. Hay que moverse (no sólo literalmente, claro está). También cada vez me queda más claro que por más que te resistas, por más que bajes el pie para frenar, por más que se te gaste la suela y te ampolles y te sangren los talones, el mundo va a seguir dando vueltas y más te vale darlas con él, aunque a veces te marees y quieras vomitar, aunque no traigas el cinturón de seguridad, aunque a ratos estés de cabeza.
 
Parece que ya tengo un cuartito para la semana que entra. Un amigo de “La de Jalepaña” se va de viaje justo el día en que debo dejar este hermoso sitio. Eso, las cosas se acomodan. Aunque no solitas… así que debo dejarlos para acomodar las mías en la sala, la cocina y el comedor. ¡Quién necesita un cuarto cuando puede tener el otro 75%!
 
Con el corazón blandito pero desempolvado,
 
Piolo

PD.- Les mando unas fotos de mi ex “cuaaaaaaarto”. Nótese la cercanía de las esquinas tras de mí.

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