viernes, 17 de abril de 2009

Santa semana en Santo Domingo

(Que no es lo mismo que Domingo santo en Semana santa...)

Uno no sabe lo que es el surrealismo hasta que vive de cerca el caribe...

[Sé que es un mail largo, así que si optas por no leerlo completo, por favor, aunque sea, pasa a la nota final para enterarte de cierta información importante (por lo menos para mí). ¿Que dónde está la nota final? Pues al mero final. Gracias]

Todo comenzó con mi trayecto de Madrid a Puerto Rico, que empezó con una ardua entrevista (léase “interrogatorio”) por parte de la aerolínea española: que a qué iba a “Estados Unidos”, qué por qué fui a la India, que con quién me quedé en España, que cómo se llamaba la miss que me daba Inglés de preprimaria. Nada nuevo. Ya soy cliente frecuente. Uno de los elegidos para levantar sospechas en los aeropuertos. Ése que se llevan a un cuartito a parte porque como que les inspiro ganas de darme un trato especial, de conocerme más, de saber todo de mí. Luego, pasé migración por Filadelfia antes de llegar a la “Isla del Encanto”, y ahí, a causa de un par de respuestas apresuradas y torpes, resultado de un cansancio extremo, sí por el viaje, pero más por las miradas y preguntas inquisitivas, terminaron por darme permiso para quedarme en territorio estadounidense sólo un mes, no tres, como suelen darlo. El trámite para extender dicho permiso era largo y complicado, así que lo óptimo era salir del país y volver a entrar para que me renovaran la estadía. Revisando el mapa y escuchando sugerencias, llegamos a la conclusión de que lo más barato (¡ja!) y más sencillo (¡doble ja!: ja ja) era tomar un barquito a República Dominicana. Pa’ pronto, Gigio (el carnal con el que vivo, director de la escuela de Impro de acá) se puso a hacer unos contactos por allá y consiguió organizar un par de charlas/talleres breves de Impro y consiguió hospedaje para ambos. Vientos. Parecía todo resuelto. Tres días antes de partir le dicen a Gigio que, por ser colombiano, sí necesita visa para entrar a República Dominicana, que los del barquito le habían dicho que no, pero que fue una equivocación (¡idiotas!). Va de volada a tramitar la visa. Según esto se la entregan el viernes, el mismo día que salíamos; primero dijeron que como a eso de las 10am, después que como a la 1pm, y a la mera hora... nada, me llama de la embajada para decirme que no, que no se la dieron, que me toca irme solo. Pues ni modo, yo tengo que ir a fuerza porque al otro día vencía mi permiso para estar aquí. Entonces era irme a Dominicana o a la chingada. Y elegí la primera (que, finalmente, no son tan distantes).

Era ya la 1:30pm, más o menos, y la “guagua” que me llevaba hasta el puerto de donde salía el bote partía a las 2pm. ¡Pícale! Mi amiga Mariana me llevó rauda y veloz... Pero no lo suficiente. Llegamos, y la “guagua” ya se había ido. “¿A qué hora sale la otra? —A las 4pm, pero con esa ya no alcanzas a llegar a tiempo ferry— ¡Uff!” Qué cara me habrá visto esta mujer que inmediatamente llamó al chofer de la guagua y éste decidió regresarse por mí; hacía sólo cinco minutos que había partido. Ahí fue que comenzó este largo viaje. Para que se den una idea de qué tan largo: 1/2 hora a la estación de la guagua + 4 horas al puerto + 2 horas de trámite para abordar el barco + 2 horas de retraso + 12 horas de viaje + 3 horas de trámites y colas para salir del ferry. Sí, mal. Demasiado. (Aunque nada comparado con el regreso... ya llegaremos a esa parte) Todo esto sin camarote ni asiento dónde intentar dormir. Estaba tan lleno, que la gente se amontonaba en el piso, se acurrucaba en cualquier rinconcito o apañaba las sillas de los restaurantes para intentar echar un sueñito. Al principio, resultaba divertido viajar en este barco —demasiado grande para ser un ferry, demasiado pequeño para ser un crucero—, no tanto por los vergonzosos centros nocturnos —llenos de irritantes adolescentes cuarentañeros, ebrios e intentando arrimar al camarote a cuanta tripulante, mesera o viajera les pasara por enfrente, los mismos que más tarde lanzaban escupitajos y basura por la borda—, sino por el simple hecho de estar en alta mar, de surcar un agua tan oscura como el cielo y tan estrellada como el origen de su reflejo. Me dio tortícolis y acabé con la boca seca de tanto babear viendo esa luna durante tanto tiempo. Pero por ahí de la sexta hora de viaje, pues uno como que ya se empieza a aburrir. Nada. A encontrar un sitio medio libre y con luz decente para sentarse a leer. En la búsqueda, noté que el barco olía igual que el crucero que tomé cuando niño, a bordo del cual cumplí 12 años (sí, en efecto, uno de esos cumpleaños míos que caían en época de vacaciones; olvídate de pastel y amiguitos) y recordé la tarjeta que me dio mi mami aquel día, una que decía algo así como que disfrutara mi último año de niñez porque para el siguiente ya sería un adolescente (por aquello de thirTEEN, un TEEnager, pues). También me acordé que finalmente sí hubo pastel y amiguitos, patrocinados por una encantadora familia que conocimos en el viaje; y hasta recibí un regalo de Jaime Camil (ja, ja, ja), sí, en serio, el Piolo mocoso conoció a un Jaime no tan mocoso, quien al enterarse que cumplía 12 años me regaló un Garfield de peluche (uno “de colección”, sólo vendido en la “boutique” del crucero) igual a uno que le llevaba a su hermana. Y ahora estaba acá, estrenando mis 28 años, agradecido de ya no ser un “teenager” y de poder volver a ser un niño en muchos aspectos. Ahora no había tarjeta, ni mamá, ni Jaime, ni amiguitos ni pastel, pero sí los había como recuerdo, y esos viajes en mi memoria hacían que el marítimo transcurriera más de prisa. O menos lento, cuando menos.

Así, entre olas y mareas neuronales y resacas alcohólicas ajenas, llegamos a República Dominicana. Muy bien. ¿Y ahora? Sin mi compañero de viaje, que era quien tenía todos los contactos, información y, no menos importante, el cargador del celular (sin el cual no podía revivir mi teléfono, donde estaban los pocos números que me podrían ser útiles), me encontraba solo, sin planes ni hotel, ni brújula ni norte ni conocidos, con poquitita plata, llegando a un país del que no sabía nada salvo lo que había escuchado de los dominicanos de la guagua: que si hay toques de queda a las 12 de la noche para disminuir los asaltos, que si hay que andarse con cuidado, que si las muchachitas se prostituyen no sólo por unos jeans sino hasta por un plato de arroz, que si la pobreza está cabrona, “que si qué sé yo qué” (como dicen los puertorriqueños). Bajé del barco y la sensación fue muy similar a aquélla de cuando llegué a India. Otra vez era yo una minoría, “el blanquito en el frijol”, un posible “cliente” a quién sacarle plata legal o ilegalmente, un forastero que servía como diana para jugar tiro al blanco (aunque había diferencias importantes: esta vez traía mucho menos equipaje, lo que me permitía moverme con mayor libertad; acá, por lo menos hablaban el mismo idioma que yo, era en “mi” lado del mundo y, quizá lo más importante, ya había pasado por lo de India). Y es entendible. Por lo menos ahí, en el centro de la capital, hay un alto índice de pobreza; y los cruceros paran por unas horas o pocos días, bajan cientos de gringos y europeos a quienes hay que exprimirlos lo máximo y lo más rápidamente posible porque puede ser la única fuente de supervivencia en semanas. Y, culpa de mis genes y circunstancias, me etiquetaban como uno de aquellos. Mala mía.

El simple trámite para salir del puerto hacia la calle tomaba horas, era lento y desorganizado, así que la mafia de los maleteros se encargaban de “apresurar” tu salida por unos cuantos morlacos. Desde ahí saboreé el tipo de condimento que tendría mi estadía en la isla. Salí. “¿Taxi?” No, gracias. Hoy no tengo ganas de que me roben más tiempo o dinero. A caminar. Hasta encontrar la Ciudad Colonial o una Casa de cambio que se vea de fiar, porque hay decenas de éstas, improvisadas en las salas de las casas, con letreros hechos casi con cartulinas y crayolas, que dicen cosas como “Central Bank Sánchez”; obviamente no tienen a la vista las tasas de cambio y, supongo, depende del sapo tiran la pedrada (pobres sapitos); otros, más cínicos aún, te venden dinero directamente en la calle (“vender dinero”, qué loco... es como un incesto capitalista ¿no?). “¿Dolars, ser? ¿Nid som informeishon? ¿De dónde es usted? ¿Quiere que le consiga algo? Tengo de todo, le consigo lo que quiera... ¿Me ayuda con algo? ¿Discos, dulces, puros, sombreros? Hola, mi amigo... Me debe $10 pesos por decirle ‘hola, mi amigo’. ¿Le lustro los zapatos? —No, gracias, mira, traigo sandalias— Ah, bueno... entonces... ¿le lustro las sandalias?” ¡NOOOOOOO! ¡No quiero nada! ¡Sólo quiero poder caminar tres cuadras sin ser acosado! Encontré una Casa de cambio que, cuando menos, se veía bien establecida y con las tarifas a la vista. Pude comprar dinero y, con éste, agua, al fin. Llegué a la Ciudad colonial y la peiné en un par de horas buscando hotel. Extremos: unos carísimos, otros inhóspitos. El cansancio me estaba orillando a optar por uno de los medio caros pero habitable (aunque no tenía ni aire acondicionado ni tele ni clóset... ¿cama? Sí, creo que cama sí tenía), cuando de pronto vi en la pared de un edificio un gigantesco símbolo de Om (Aum, Ohm, la sílaba sagrada del hinduismo, el mantra, el sonido primordial de las meditaciones, el primero del universo, a partir del cual se creó todo, según los que creen en ello), me llamó mucho la atención y, a pesar de que mis pies me pedían que no lo hiciera, fui hasta éste para investigar qué era ese lugar; la curiosidad era demasiada. No supe en aquel momento qué era ese sitio, pero enfrente... (música celestial)... estaba el bellísimo, cálido y bien decorado “Hostal Salomé”, del cual salió la dueña para sorprenderme con su amabilísima bienvenida y sus adecuadísimas tarifas. “Y tiene aire acondicionado, televisión y en las mañanas le puedo traer su café”. ¡Bien! Claro, lo del aire y el café, genial, pero lo mejor era lo de la televisión, con la que cada noche podía cultivarme y enriquecerme con los más de seis programas católicos locales; aunque nada como el emocionantísimo “Gallerismo Nacional TV”. Efectivamente, querid@s, peleas de gallos transmitidas por televisión, con comentaristas, patrocinadores, porras, apuestas y toda la cosa; con los mejores golpes y muertes en cámara lenta. Primero me pareció salvaje, violento, arcaico, lamentable e imposible de creer. Luego pensé en las tan socorridas, aplaudidas y defendidas corridas de toros, “la fiesta brava”, y me parece que es la misma madre pero con mucho más garigol, filigrana y presupuesto... pero igual de salvaje, violento, arcaico y lamentable. Y si a esas nos vamos, prefiero lo divertido de Gallerismo Nacional TV, que, de tan absurdo, resulta involuntariamente hilarante.

Ya propia y cómodamente instalado, salí a comer uno de los platos típicos: pasteles. Que son como tamales oaxaqueños, envueltos en hoja de plátano y toda la cosa, también rellenos de pollo, cerdo o queso, sólo que la masa en vez de estar hecha de maíz, la hacen con yuca o plátano (plátano macho verde, cuando madura le llaman “amarillito”). Chidos. Sobre todo el de yuca. Comencé a recorrer el centro de la capital, la Ciudad colonial de Santo Domingo, República Dominicana. De hecho, fue lo único que conocí del país, sólo aquello alcanzable por mis sandalias sin lustrar (sí, aquéllas que compré en India pero que ya no me sacan ampollas). Esa área es similar a algunas de Puerto Rico, también con gente (sobre todo ancianos) reunida en plazas y parques para jugar ajedrez o damas chinas —en Miami y en Cuba, creo, pasa lo mismo; en Barcelona, en cambio, los viejecillos se juntan a jugar “bolos”, que es como jugar canicas pero con unas bolas grandes y de metal— o en “colmados” (tienditas, misceláneas, estanquillos) para echarse unos tragos. Es una ciudad húmeda, sudada, erosionada por el descuido salado del tiempo. No es particularmente limpia ni apacible. Como buenos caribeños, la gente es fogosa, candente, como sin inhibiciones, y lo mismo se gritonean e insultan hasta desgañitarse, que se avientan un piropo o se ponen a bailar a la menor provocación. Hay demasiada gente pidiendo limosna. Sobre todo hombres de mediana edad. Muchos de ellos con averías en la azotea, Quijotes tropicales que alucinan gigantes donde ni siquiera hay molinos. Mi favorito: aquél que es seguido por una decena de perros callejeros, a quienes dirige cual policía de tránsito, formándolos, dándoles instrucciones y llamando a cada uno por su nombre, labores entre las que grita algo así como “¡El rey de los perros necesita money para darle food a sus lobos!”... Los policías, palo en mano, rudeza en cara, los enfrentan y echan de una calle a otra, sólo para que un nuevo policía los eche también de ahí y, así, infinitamente. Triste. Una diferencia importante en cuanto a los pordioseros de Santo Domingo y de San Juan, tiene que ver con la influencia estadounidense en Puerto Rico, con su utilísima e inevitable presencia: aquí, piden dinero con un vaso de Burger King...

La primera noche fui a una fiesta del pueblo en una de las plazas. Hubo bailes regionales, que vendrían siendo el equivalente de nuestras chinas poblanas (algo así como “japonesas dominicanas”), y canciones a cargo de una versión local de “La Tesorito”, una mujer divertida, de uñas largas y amplias proporciones, como isleña que se precie de serlo, que entre canción y canción nos contaba “a sus amores” historias de romances y corazones rotos. Ahí me comí un elote (choclo, maíz) bien chafa. No le ponen nada. Ni limón, ni sal. Ya ni pensar en mayonesa, queso o chile piquín. El domingo descubrí con envidia y corajito que ese día cerraban la costera para que la gente anduviera libremente en bicis y patines sobre esa avenida que el resto de la semana es casi imposible cruzar sin auto; y yo tan desllantado, tan sin patines (Dato cultural: en Puerto Rico le dicen “gomas” a las llantas de los carros, y éstas no se ponchan sino que “se explotan”). De ahí hasta el martes a conocer lo conocible, a corroborar que era cierto todo lo que decían los oriundos en la guagua que me había llevado al ferry —de lo más triste era ver a aquellas muchachitas cenando con esos barrigones, sudorosos y alcoholizados europeos que juraban que las traían muertas, que era su sex appeal y no su cartera lo que las había conquistado—, a meterme temprano en el hotel —porque a eso de las 10pm el ambiente se torna aún más hostil que durante el día, atemorizante, a pesar de que todo estaba siendo vigilado por una imponente y casi deslumbrante luna cerca de su día 28—, a ver pasar el tiempo y a dejarme ver pasar para que los dominicanos me gritaran sin pudor alguno, de buenas a primeras, como si todos si hubieran puesto de acuerdo: “¡Hey, Jesús! ¡Miren, ahí va Jesucristo! ¡Oye, Buki!” o cosas por el estilo. Por lo menos cinco veces al día me gritaban algo relacionado con mi aspecto físico, siempre tenía que ver con Jesús o con Marco Antonio Solís. No sé por qué. No sé si ambos son muy famosos por allá (bueno, el primero, seguro), si de verdad me parezco y ellos son tan sinceros y poco cohibidos que son los únicos desconocidos que me lo dicen, me lo gritan porque se les da gana, si era una broma de cámara escondida en la que todos se pusieron de acuerdo o qué, pero era increíble. La primeras tres veces me sorprendió y me hizo gracia. Las siguientes comenzó a irritarme. Las últimas estaba ya tan acostumbrado que me daba igual. ¡Me acostumbré a que me gritaran “Jesús” en la calle! Qué cosa... Ah, bueno, y una vez, sólo una, me gritaron “¡artista!”; y pensé “ush, si lo único que necesitas para ser —o por lo menos parecer— artista es no cortarte mucho el pelo, ahora entiendo el éxito de Laureano Brizuela... y qué decir de Daniela Romo... Bien, voy por buen camino”.

Y mientras creía que llegar o permanecer en República Dominicana en aquellas condiciones podía ser complicado, no imaginaba que lo verdaderamente difícil sería salir de ahí. Dejé el hotel a las 12pm. Llegué al puerto del ferry a las 5pm, tres horas antes de que zarpara; anticipación que hubiera parecido exagerada si todo hubiera fluido fácil, pero que a penas resultó ser suficiente. Primero no me dejaban entrar porque no tenía boleto de regreso. “¿Cómo voy a tener boleto de regreso si no pienso regresar? —Bueno, pues tiene que enseñarnos un boleto que compruebe que usted va a salir de territorio estadounidense próximamente— Pues hubiera estado bueno saber eso antes, ya tengo mi boleto de Puerto Rico a México, pero no lo traigo conmigo, está en Puerto Rico. —Ah, pues ese no es mi problema. No puede entrar. Tendrá que comprar otro boleto, de San Juan adonde sea, algo que pueda mostrarme—” Finalmente alguien se dignó a ayudarme a conseguir el teléfono de una oficina local de Copa Airlines, llamaron, corroboraron que tuviera un boleto con ellos y luego de como 40 minutos de enredos, discusiones, pérdida de papeles (ya no se diga de tiempo) y ambiente ríspido, me dejaron pasar. Pero no debí haber cantado victoria, porque venía lo mejor (por cierto ¿alguien ha escuchado o cantado alguna vez dicha canción llamada “Victoria”? ¿Cómo va?). La siguiente etapa incluye una señorita que, tras el mostrador y tras su desinteresada sonrisa, revisa mis documentos y me dice “uy, joven, es que no se parece en estas fotos” —Bueno, no, fue hace siete años y, ciertamente, el pelo corto y blanco de la foto de mi visa hace que me vea un tanto diferente, pero pues claro que soy yo—. “Lo siento, pero tendrá que pasar a aquella oficina.” Era exagerado y arrogante llamarle “oficina” a ese cuartucho de tablarroca amueblado con tres escritorios desvencijados y disparejos, dos casilleros abollados, un archivero oxidado, la enorme y retocada con aerógrafo foto del director del lugar dentro de un dorado y barroco marco, y un inmenso artefacto que, primero, pensé que era un pequeño refrigerador, pero que resultó ser una máquina de fax. Ahí, me recibieron amablemente las Ángeles de Charlie dominicanas, las encargadas de velar por el orden e intereses norteamericanos y de evitar la entrada al barquito a cualquier sujeto sospechoso. Para llevar a cabo su encomiable labor, su misión inservible, están equipadas con las más modernas técnicas, sistemas y aparatos de investigación del nuevo siglo: un pequeño cuentahilos, un cojín de tinta (sin tinta) y muchas hojas recicladas. “Hola. A ver, párese derechito, por favor. No, pues no se parece. —Decía una de ellas mientras pasaba sus ojos del pasaporte, a la visa y de la visa a mí una y otra vez— Acérquese, aléjese. Mira, es que no se parece —y le pasaba el cuenta hilos y los documentos a su compañera agente—. Por favor ponga su dedo aquí, ahora aquí, es que necesito revisar su huella digital. ¿Ya no hay más tinta? ¿No? Bueno, entonces presione más fuerte. A ver, otra vez. Una más. No, es que no se alcanza a marcar bien. A ver, míralo —y le entrega mi visa y mis pálidas huellas digitales a la tercera agente—. ¿Te puedes recoger el pelo? A ver, voltea un poco hacia acá. ¿Eres de México? ¡Méeexico lindo y querido...! No, pues no te pareces... ¿Pero sabes a quién te pareces? —Sí, supongo: ¿A Jesucristo?— ¡Sí! ¡Eso te iba a decir primero, pero luego, viéndote bien, te pareces más a Marco Antonio Solís! A ellos dos sí te pareces, pero a ti no... Déjame decirte que es un honor parecerte a tan buen cantante... (Para entonces yo ya me carcajeaba. Literalmente. Era taaaan absurdo todo que ya ni molesto estaba.) ¡Un momento! Miren cómo le sobresale la oreja izquierda... ¡Sí es él! Sí, es cierto. Adelante, puedes pasar. Que tengas buen viaje.”

Otra vez más de 12 horas de incómodo viaje a penas subsanado por la majestuosidad del faro astral que, clavado en el horizonte, marcaba un sendero de plata que el ferry seguía tan rápido como sus arcaicos motores le permitían. “Bueno, lo logré. Todo esto para extender mi permiso de estadía. Pero ya estuvo.” Pensé. ¡ÑÑÑEEEEEEENG! ¡Error! Aún tenía que pasar por migración en Puerto Rico. Una vez más al interrogatorio. Por fortuna, más amable y más breve de lo habitual. Más directo también. En algún punto, el oficial desenvainó y dio un certero sablazo : “vamos a ser más honestos ¿sí? Dígame la verdad: ¿usted hizo este viaje a República Dominicana sólo para extender su estadía en territorio estadounidense?” —Sí, señor, definitivamente— “Bueno, gracias por la sinceridad; eso no es ilegal, pero sí lo sería darle un uso indebido a su visa de turista. Pase, y feliz estancia.” —Gracias, Feria— Sí, se llamaba “Feria”. Y “Feliz” se llamaba el que me revisó a la ida. Y aunque yo no estaba tan Feliz de mi experiencia en Santo Domingo, tengo claro que cada quien habla según como le va en la Feria...

Ahora sí, las cuatro calurosas horas de guagua (una Suburban con 13 pasajeros dentro) y estoy en “casa”. ¡JA! ¡Pues no! El chofer se ofreció a llevarme hasta el departamento donde vivo. Acepté. Terrible error. Fue repartiendo al resto de los pasajeros uno a uno y, claro, mi parada era la última. Sólo que, de pronto, ya cerca de San Juan, también comenzó a recoger más pasajeros, paquetes y enormes bolsas con “mercancía” para llevar a no sé dónde. Me pidió que le ayudara a subir una de esas maletas. Cómo pesaba. Preferí no preguntar qué era. Me dijo, como leyéndome la mente, que eran zapatos. “Claro, con todo y piernas”, pensé, dado que cada vez estábamos en barrios más y más tenebrosos. Y yo ya sin un peso en la cartera, muerto de sed y sin energía suficiente para reclamar nada. “Ya sólo recojo a dos pasajeros con sus maletas y te paso a dejal”. ¿Dos pasajeros? ¿Maletas? ¡Mis polainas! ¡Eso era una mudanza completa! ¿Y adivinen quiénes cargaron todo y lo amarraron en el techo de la guagua? El chofer y yo. Estaba yo tan aburrido y él tan en aprietos, que cuando me dijo “¡hey, flaco, échame la mano!”, no lo dudé. “A ti te toca esta caja pesada, tú que estás más joven.” —¡Pues sí, cabrón, pero yo llevo más de 24 horas viajando y éste ni es mi trabajo!—, le escupí sin pensar. Él se rió. Por fortuna. Porque bien que me arriesgué a que mis sandalias (y mis piernas) terminaran en una de esas petacotas. Una hora más tarde y luego de tomarme la helada Coca Cola que amablemente me regaló, afirmó con cara de agradecimiento: “Español ¿verdad? (error típico de los caribeños, que confunden mi condición de “zipi zapo” con el “zezeo” de aquéllos —en Colombia les dicen “zopitas” a los zipizapos—). —No, mexicano—” Alegre y vigoroso, estrechó su mano —que era bastante pesada, no sólo por regordeta, sino también por el enorme reloj, esclava y anillos de oro que la adornaban— con la mía, y sentenció, como si hubiera alguna duda de ello: “Yo soy cien pol ciento pueltojiqueño. Soy ‘Yuniol’ (Junior), ¡para selvilte!” Finalmente, “Yuniol” me estaba dejando en la puerta de donde vivo a eso de las 4:30pm, casi 30 horas después de que yo saliera del hotel de Santo Domingo. Increíble. Sobre todo cuando en los mapas parecen tan cercanas entre sí ambas islas. Y lo están, de ciertos modos. Tan lejos y tan “cercas”.

Y, hablando de cercas, éstas dejarán de separarnos pronto, mi gente bonita de México... ¡Ya voy para allá!

Nota final (que, por cierto, no está al mero final del mail, pero casi. Disculpen la falta de exactitud.): Ya tengo fecha de regreso a México. Luego de mucho pensarlo, organizarlo, coordinarlo, decidí ya pasar por allí. Llego el domingo 29 de abril a las 2:15pm (Vuelo #210 de Copa Airlines, procedente de Panamá, para ser más preciso :p). ¿A qué? ¿Por cuánto tiempo? ¿Adónde exactamente? Pues ya me enteraré y ya se enterarán ustedes. Próximamente envío otro correo para no seguirlos cansando con éste. Hasta pronto, queri@s.

PD.- ¿Qué era el edificio con el símbolo de Om? Un antro. Un antro desde cuya azotea me gritaron una noche: “¡Salud, Jesucristo!”

Salud. Pueden ir en paz. El mail ha terminado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario