viernes, 17 de abril de 2009

Hoy encontré la alegría


Y buena falta que me hacía. Estaba ahí, sobre mi mesa de noche (que es mesa de noche y silla de día). La verdad es que ya la había conseguido hacía un par de días, por accidente, en una tiendita. Pero ahora veo que la venden en todas partes, aunque con otro nombre. No, no me refiero a los millones de tratamientos, masajes, terapias, grupos, retiros y meditaciones que se venden por doquier acá en Pune, me refiero al “dulce típico mexicano”: alegría.
 
La compré el penúltimo día que estuve en el lujoso departamento estilo MiamIndia. Mientras mis pies descalzos se deslizaban en el suave mármol y mis ojos se postraban en el rosado atardecer, saboreaba esta delicia de amaranto, cacahuate y miel; no piloncillo, acá más bien saben un poco a… ¡adivinaron! jengibre. Muy rico. Entonces, con aires de sabiduría ancestral, comencé a explicarle a una alemana sobre lo único de las alegrías y lo sorprendente que era para mí encontrarlas acá; y cuando estaba a punto de hablarle sobre los mayas y el amaranto y las proteínas y demás, ella se me adelantó y me dijo que el mismo dulce, que tan bueno es para la salud, se puede hallar en Turquía y Grecia, por ejemplo. Y que me quedo callado. Luego hablamos del jengibre, de que brinda mucho calor al cuerpo y que por eso en invierno hay tantas galletas de jengibre, que si el árbol de Navidad y Santa Claus nacieron en Alemania y, entonces, saqué mi as bajo la manga, la charla sobre costumbres propias que deja boquiabiertos a los extranjeros: Día de muertos. Que si las calaveritas de azúcar, chocolate o hasta amaranto, los altares, las flores y el incienso, las serenatas en las tumbas. Y, ella, sorprendida, aseguraba que era mucho mejor festejar a la muerte que estarla llorando y lamentando eternamente. Yo asenté, aunque con un dejo de culpa, pues Día de muertos para mí siempre ha sido un juego, nunca he “festejado” realmente a mis muertos, ni a la muerte como tal, ni me he reído en verdad de ella (como se dice que hacemos los mexicanos), ni se me ocurre como podría hacerse nada de esto…
 
Al otro día, mientras buscaba a Pablo, el argentino; me encuentro a Lucia, la rusa; y me dice que vaya a buscarlo cerca del río (el indio, claro), que todo mundo estaba por allá pues alguien había muerto y estaban haciendo la “Dance Celebration”. –Para contar la historia en orden, agrego unas cuantas cosas que vieron ojos que no son los míos y que posteriormente escucharon estos oídos que sí son propios–.
Dentro del resort, comienzan a convocar a la gente a que se reúna en la pirámide principal, donde a diario se llevan a cabo múltiples meditaciones y ceremonias. Tambores, panderos, aplausos, gritos, baile, lo mismo de otros festejos, sólo que ahora hay una diferencia: un cuerpo inerte al centro, sobre una austera camilla de madera, cubierto apenas con una cobija hasta el cuello. Al poco rato, entre seis lo cargan y lo llevan fuera, a recorrer las calles, junto con toda esta suerte de batucada india. De cuando en cuando se detienen y prenden bengalas. La gente baila frenética. A escasas cuadras se encuentra el “destino final del cuerpo” (válgase la falta de explicación de estas comillas). Junto al río, al lado de un par de restaurantes y justo bajo varios departamentos está este sitio, adonde se entra así como así y donde mucha gente tiende su ropa luego de lavarla. Nunca entendí cómo se llamaban dichos lugares, sólo recuerdo claramente la primera palabra, “Death… somethings”. El cuerpo es colocado en uno de los seis agujeros de cemento, de dos metros de largo pero con los mismos centímetros de profundidad que hay de tu planta a tu tobillo, luego madera, algún combustible, y fuego. Fuego. Pocas cosas tan vivas como el fuego. Paradójico. Y ni las llamas, ni los bailes, ni los tambores se extinguieron en mucho tiempo. Y millones de sensaciones y preguntas te invaden mientras la vista se nubla por el humo de la muerte que te entra a los ojos. Y decenas de cuervos sobrevuelan el área y te incomodan con su peculiar canturreo, que suena más a burla que a lamento. Y uno que otro llora. Y uno que otro te abraza. Pero la mayoría baila y festeja. Y en mi interior los tacho de impropios. Y al siguiente segundo se me antoja que así sea mi funeral, con bailes y cantos y tambores, nada de sollozos. Y al siguiente me parece caníbal, irrespetuoso. Y luego lo vuelvo a aplaudir. Qué sé yo. Claro, después me entero que casi nadie de los que estábamos ahí festejando, dándole una despedida como ella pidió, conocíamos a esta mujer (una yogi de 60 años que no vivía en el resort pero que era muy devota de Osho). Y me pregunto si sus seres queridos también podrían estar festejando. Sólo su hija estaba por ahí (esto es de lo que me contaron) y no, ella no festejaba. En absoluto. Y, peor aún, no conocía a nadie de los que sí lo hacían. Más tarde volví a pasar por ahí dos o tres veces antes de que se extinguiera por completo el fuego. No sé por qué ni para qué. Supongo que para ver el final del final. O no sé. Ahora, para mí, el humo de acá siempre significa más que una fogata lejana o que una leve incomodidad para respirar. Mucho más. Polvo eras y en humo te convertirás…
 
Llegué a mi nuevo hogar. Un cuarto bastante decente en la casa de una familia india. Con entrada independiente y baño comunal. Éste fue cortesía de un tipazo, también indio, a quien conocí en uno de los cursos que tomé al principio y que resultó ser muy amigo de “La de Jalepaña”. Él paga $200 rupias por día, pero por ser para mí, su cuate el mexicano, me pidió que pagara, por todos los días que estaría acá, la magnífica cantidad de $0 rupias. Sí, sí, nada. Me dijo que igual él ya pagó el cuarto y que no lo iba a usar esta semana, que no, que por favor no le pagara, que era mejor que alguien le sacara jugo a que se quedara vacío. Igual le dejaré la lana en una bolsa llena de mi eterno agradecimiento. Ya con la luna juguetona asomándose desde lo alto, cada noche, ahora con una bien delineada sonrisota de oreja a oreja (las orejas, supongo, serán las del conejo), la vida fluía más tranqui y contenta. Pero me volvió a caer el chahuistle (por cierto, gracias a los que resolvieron mi duda “chahuistlera”). Una diarrea de los mil demonios hindúes. Esta mañana me levanté con el estómago más vacío que casi nunca, luego de haber estado paseando entre la cama y el baño por más de 30 horas. Y ahí fue que encontré la alegría en mi mesa de noche. Y buena falta que me hacía. Y qué paro me ha hecho todo este día en el que es difícil ingerir algo más. La diarrea venía acompañada de una fiebre que a penas y me permitía entender qué sucedía, dónde estaba, si era de día o de noche o qué. Yo sólo oía las voces y gritos típicos de la calle y no entendía por qué no comprendía nada de lo que hablaban. Porque estaba en hindi, claro, todo es tan lógico ahora. A ratos pedía sólo poder dormir 20 minutos de corrido sin tener que ir al baño, pues con la calentura y tanto tiempo en cama, para el débil cuerpo se vuelve una tortura tener que estar en cuclillas cada dos segundos. “¿En cuclillas?” ¡Claro! Porque para mi fortuna, esta inoportuna enfermedad se presentó no cuando tenía dos inmaculados y confortables escusados para mí solito en el departamento de MiamIndia, sino ahora, en un baño que carece de escusado (hay únicamente un hoyo en el piso, unas ranuritas a los lados que te indican dónde hay que poner los pies, una taza bajo una llave de agua para limpiarte y una manija para amachinarte mientras tanto). Pero bueno, por lo menos está limpio, pudo ser mucho peor. (Digamos que tiene 3 de calificación, en una escala del 0 al 5, donde 0 es lo peor y 5 lo mejor. Los aspectos a considerar son: limpieza, que va de “nula” a “impecable”, si hay o no papel y, de gran importancia también, si hay o no escusado. En lo personal, he descubierto que es mejor que no haya papel ni escusado, pero que esté limpio, a lo contrario.) Ahora que me puse de pie nuevamente, aunque los dolores y la diarrea no han desaparecido por completo, sí la fiebre y las alucinaciones que conlleva, sólo pensaba en escribirles, probablemente por última vez desde India, pues comienza la cuenta regresiva y, si todo sale según lo planeado, estaré llegando a Madrid el lunes por la mañana. Pero eso, escribirles ya es parte crucial de este viaje; no quisiera decir que una necesidad, pero casi. Saber que me siguen leyendo, un honor. Leerlos, una delicia, placer que sabe a compañía.
 
Pero cuando no es a ustedes, lo que leo son choros de Osho o el Pune Times, que toda la semana pasada estuvo inundado del chisme del momento: “Discriminación del Reino Unido hacia India”. Bueno, no era tal cual, pero sí llegó a tomar proporciones nacionales. Y todo comenzó en el Big Brother inglés, donde una londinense le dijo un par de insultos (con referencias a la cultura y costumbres de India) a una estrella de Bollywood, sin imaginarse nunca que sería taaaaan delicado y que le significaría su salida del reality show –luego de que 90% votara por la india– y mucho menos que acabarían involucrados los gobiernos de ambos países en el asunto. Una locura. Tanto como los clasificados, en los que páginas y páginas, sobre todo los domingos, son dedicadas a la oferta y demanda de marido o esposa. Hay tantos anuncios y tantos individuos que creen saber con exactitud lo que quieren, que los clasificados vienen ordenados por casta, edad, religión, profesión, posición económica, nacionalidad, etcétera. Partes de culturas ajenas difíciles de entender. Como toda esta otra controversia sobre el beso de la película Dhoom 2 (aquélla de la cual les conté). En toda la película aparecen mujeres y hombres con mínima vestimenta, continuamente pegada al cuerpo y mojada debido al sudor de los bailes y batallas o a esas atinadas lluvias que caen justo en el momento exacto en que comenzarían a bailar estos dos que se tiran la onda. Muchos bikinis, pantalones embarrados, escotes, minifaldas, movimientos provocadores, cámaras lentas. Pero no. “¡Un beso en la boca, eso sí que no pensamos tolerarlo! ¡Es inmoral!” Y aunque Pune, debido en gran medida a Osho y su “ashram”, se ha suavizado un poco al respecto, en las calles pasa igual. No es raro que algún policía te regañe, la gente te mire mal o una viejecilla te dé un manotazo, si te ve abrazando a una mujer. Eso, un simple, veloz e inofensivo abrazo. Ya no digas tú un buen bocinazo o toqueteo mayor. O ni tan mayor. ¡Ush! ¡No! ¡La que se te arma! Algunos jóvenes se rebelan un poco antes dichas prohibiciones y aseguran que el PDA (como ahora le llaman aquí los sociólogos al “Public Display of Affection”; que no es como en Estados Unidos, que significa algo así como “Personal Data Agenda”) no debería ser juzgado de forma tan ruda y, por lo menos en el inspirador parque Osho (de las poquititas cosas por acá que llevan su nombre y no te cuestan), ya comienzan a agarrarse la manita, abrazarse y a darse uno que otro besito en público. Bien por esa, Osho.
 
Espero escucharlos, verlos o leerlos próximamente. Y de aquí a que pueda dárselos en persona, reciban de manera virtual mi eterno y total PDA (Piolo’s Display of Affection).
 
Hasta que las letras, sonidos, imágenes, memorias y sentimientos nos vuelvan a juntar,
 
Piolo

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