viernes, 17 de abril de 2009

Puerto a la vista

Querid@s:

Luego de un buen rato sin mandarles señales de humo, heme aquí de nueva cuenta, pasando lista e informándoles sobre mis ya pisados y mis siguientes pasos.

Después de mi encantadora experiencia en Barna, volví a Madrid con varias actividades por delante. En primer lugar, actuaría para un ejercicio de la clase de dirección cinematográfica de mi amigo Mejillón, así que hubo que charlar bastante, ensayar no tan bastante y, en fin, preparar la escena. El experimento fue tan realista y el resultado tan satisfactorio que un par de sus compañeros no entendía por qué, en vez de actores, el Mejillón había llevado a aquel frustrado vendedor de software a hablarles sobre su patética existencia. Ji. Muy rico. Muy diver. Bien bajado ese balón.

Posteriormente estuve entrenando con la Valedora para que al cabo de una semana estuvieran listos aquellos que, cobijados de sabiduría ancestral, música de caracoles y cascabeles en los pies —no, no era parte de nuestro vestuario, sólo estoy dando un poco de contexto conceptual—, conquistarían la Sala Tarambana en un duelo internacionalmente incómodo, políticamente incorrecto, de Catch de Impro (Improvisación teatral dos contra dos): Improdélica y Desenmascarado de Plata, que juntos son (bueno, fueron —¡bueno fuera!—) ¡Loooooos Tlatoaaaaaanis del Cuadriláaaaatero! [y en esta parte es donde debía decirles algo como “miren las fotos al final del mail”, pero debido a que a mi compu no le está dando la gana reconocer a mi cámara —sip, cual padre desobligado— y a que Vale no me ha pasado las suyas, pues nel, en esta parte más bien ya no digo nada]. La función fue una sensación. El foro estuvo lleno. De gente, de aplausos y de risas, aunque entre ellos no figuraron un par de personas queridas para mí que decidieron no ir argumentando que quedaba muy lejos el lugar. ¡JA! Lo comento porque es chistoso cómo te pueden cambiar las perspectivas estando por acá. Ambos vivieron años y años en el DF, donde “lejos” significa dos o tres horas de histérico atoramiento en el periférico; en cambio acá “lejos” significa 10 estaciones de metro, es decir, 15 o 20 minutos de librito o iPod o, en el peor de los casos, de verles las caras a los cientos de interesantes personajes que suben y bajan bastante civilizadamente de los vagones.

Lo que seguía era, por un lado, entrenar con Valentina y Mejillón para colaborar en su nuevo show, “El Impromatógrafo”, que se estrenaría a finales de febrero. Así que pospuse un poco mi regreso a Puerto Rico, donde, por otro lado, lo que venía era hacer un programa Impro para una cadena televisiva (bastante conocida en Canadá y en Colombia, si no me equivoco... si sí me equivoco, pues perdónenme ¿noooo?, o sea, soy humano...) que está por lanzarse en la Isla del encanto. En noviembre hicimos un piloto y quedó bastante chido; así que, para no variar, lo que se escuchaba era “¡Wow! ¡Buenísimo! Los productores están felices, les encanta la idea, esto ya es un hecho, a principios de marzo salimos al aire, prepárense, próximamente sus caras estarán en las cajas de cereales y en un nuevo juego de mesa (ok, no, no llegaron a tanto tampoco)... y bla bla bla”. Y bueno, aunque uno no quiera “hacerse” ilusiones, éstas se “hacen” solitas y poco puede “hacerse” para “deshacerlas” o para “hacerse” güey al respecto, nada qué “hacer”, ¿”hecho”? Primero, por razones que poco vale la pena verter aquí, se vino abajo lo del Impromatógrafo. Bueno, se vino abajo sólo para mí, afortunadamente, pues su estreno se pospuso un mes. Luego se cayó lo del programa de TV, por razones que —valga o no la pena verter aquí o en donde sea— son completamente desconocidas y misteriosas para nosotros, “el talento”, como suele suceder en el tétrico, macabro y lúgubre mundo de la televisión. ¡Puff! ¿Y ahora? ¿Quién podrá ayudarme...? “¡No, Chapulín, ni lo intentes! Pues una cosa es que a veces añore un poco mi tierra y que tú seas, inquietantemente, el mayor icono de ella, por lo menos ante los ojos de cualquier latinoamericano que conozco en este viaje, pero de eso a que ahora, de buenas a primeras, ya quiera yo contar con tu astucia, no no no, señor, hay una gran diferencia!”

Con el futuro más incierto que de costumbre, el dinero escaseando de forma alarmante, ya sin posibilidad alguna de convertirme en una millonaria estrella de la televisión boricua, de que Ricky Martin me invitara a cenar en la isla que lo vio nacer (que de hecho, creo que más bien es un archipiélago... Puerto Rico, no Ricky Martin —¿algún día el país se llamará “Puerto Ricky”?—... archipiélago su cara, cuando estaba en “Alcanzar una estrella” ¿nooo?)... o de que Chayane me diera chance de colarme en su Fiesta en América, ya con mi idea desmoronada de volver a México como todo un triunfador, portando una playera negra con letras blancas que versaran “Soy una celebridad en el Caribe”, había llegado el momento de tomar una decisión madura y responsable. ¿Volver a casa? ¿Conseguirme un trabajo estable y decente y finalmente convertirme en un hombre de bien? ¿Dejar en paz esta travesía que ya dio de sí? Bajo tales circunstancias era imperativo dar el siguiente paso, así que finalmente hice lo que cualquier persona sensata hubiera hecho en mi lugar: ¡me fui a Barcelona y me compré unos patines carísimos! Efectivamente. Pocas cosas más esclarecedoras que patinar por Barcelona. Es como volar con los pies en la tierra. Una tarde bastó para saber que había tomado la decisión correcta: aquella cuando rodaba sobre la lisita madera del muelle y comenzaba a oscurecer, el cielo era como una inmensa cúpula, como la gigantesca tapa de este exquisito platillo llamado vida; la cara derecha, por donde se estaba escondiendo el sol, era de un rojo cegador que se iba degradando por naranjas y amarillos, varios azules para el techo, hasta llegar a un azabache seductor en la cara contraria; la colorida cúpula estaba a penas manchada por una rebanada de luna y una pequeñísima estrella intrusa que se habían quedado como pegadas en la parte más alta de la enorme tapadera de banquete; el viento helado me revolvía el pelo y las ideas, mientras el sonido de las olas, que se antojaban igualmente gélidas, masajeaban mis oídos y desanudaban las confusiones; la temperatura bajaba tanto como las dudas; y así, con el bolsillo más vacío de lo conveniente, pero la sonrisa más llena que de costumbre, todo comenzó a marchar sobre ruedas, o por lo menos yo, y entonces fue sencillo decidir el siguiente movimiento... De cualquier forma me voy a Puerto Rico, donde mi carnal Gigio ya me organizó la impartición de un trío de talleres de Impro que me tendrán bastante entretenido por allá. Él, junto con un grupo de improvisadores, se viene a una pequeña gira por el viejo mundo, y una posibilidad es que yo lo espere por allá, por Puerto Rico, para lanzarnos posteriormente a Colombia, que no para de coquetear conmigo y que ya me hizo devolverle dos que tres miradillas de aprobación (Colombia, no Gigio). Ya se verá. Una patinada a la vez.

Hoy llegué de Barcelona (que, por cierto, estuvo aderezada por la compañía de encantadoras personas, unas viejas, otras nuevas... unas justo en su punto, de 30... felicidades nuevamente, mi Vantol...), me vine en el autobús nocturno, y aunque yo no dormí nada, me da gusto que mi desvelo no haya sido en vano, pues fungí como almohada de una bella señorita que insistía en acurrucarse en mí y que cada que finalmente yo lograba pegar el ojo, con ese desconocido pero no desagradable bultito encima, como que se daba cuenta entre sueños que estaba sobre un total desconocido y pegaba saltos de espanto cada tanto, ¡santo ataranto! Ella volvía a conciliar el sueño rápidamente, yo no tenía nada que “volver a conciliar”; esto, acompañado del ya casi divertido coro formado por los ronquidos del valenciano, los eructos y carcajadas de los japoneses treceañeros, el celular de la “sudaca pija”, las petulantes aventuras del argentino esquiador y, como primera voz, los inmensos chillidos de la sietemesina de atrás (¡cómo algo tan chiquito puede gritar tan fuerte!), hicieron que mi viaje fueran ocho largas horas de insípidos cabeceos. Ahora, a lavar, empacar, despedirse y, en fin, prepararse para abandonar el viejo mundo este lunes. Alistarse para cambiar la ropa térmica por bermudas, los poquitos euros restantes por dólares, las bufandas por chanclas, las cañas por piñas coladas (que no tomo ni una ni otra, pero supuse que sonaría padre), el “vale” por el “ok” (“vale por un oquei”), el “guay” por el “chévere”, las judías por las habichuelas (las católicas por otras católicas, pero caribeñas), el “ceceo” por el “eleo”, a “ESHHpaña pol PueLto Jico”, las orejas heladas por el sudor en la frente y a Duvalín por... no, un momento, a Duvalín no lo cambio por nada...

Me marcho de Europa bastante satisfecho. Por todo lo que viví. Por todo lo que aprendí: como que el metro en Madrid va “al revés”, sí, como los coches en Inglaterra o en India, por el carril izquierdo; que todos los aviones dejan estela, que esos que vi en México toda mi vida no son aeronaves festivas ni fumigadoras que echan humito por su chamba o por puro cotorreo, sino que todos lo hacen, pero que, por las bajas temperaturas, acá se nota mucho más; que aquí le dicen “cacahuetes” a los cacahuates (y “mení” al maní... no, esto último no es cierto); que si juran darte tres ostias no significa que serás recompensado con un trío de obleas de comunión; que hay un pescado que se llama “bonito” pero que no lo es (sí, como mi tía Alta, que es bien chaparrita; o mi cuate Gordillo, que está bien flaco; o Lisa Loeb, que... bueno, no, ella sí está medio lisa); que la señalización “tirar” que hay en entradas y salidas no es una invitación a derribar las puertas, es sólo un sinónimo de “jalar”; que se puede tomar agua de la llave (del grifo, o “pluma” como le dicen en Puerto Rico) y que la de Madrid sabe mucho mejor que la de Barcelona; que bastan dos semanas de dieta española, a base de fiambres y carnes frías para que, una de dos, o te vuelvas un carnívoro insaciable, casi un caníbal, o te pase como a mí, que te empieces a sentir intoxicado, “intoxinado”, que esas tiendas en las que tienen más patas de cerdo colgadas que ropa un tendedero (otra cosa que aprendí es que aquí casi nadie tiene secadora de ropa, pueden tener la última tecnología hasta en un pelapatatas o una lavavajillas, pero todos tienden su ropa mojada), como el famoso Museo del jamón, te empiecen a dar repulsión y comiencen a parecerte más una especie de funesta morgue que una boutique gourmet y que te entre una urgencia de volver al rollo veggie; que puedo comerme una baguette entera yo solito y que creo que podría hacer lo mismo con el mundo, pero ¿para qué devorarte un planeta a solas si puedes vivir lengüeteándolo a gusto con agradables compañías?; que la gente te mira hacia arriba o hacia abajo dependiendo no de dónde estás parado sino de en qué escalón creen estar ellos; que muchas personas cuando al fin tienen todo lo que querían, ya no tiene nada qué querer y se los lleva el carajo, entonces se inventan un nuevo “todo” para nunca estar satisfechos, para siempre ser infelices... mejor querer nada que tener todo... o que querer todo y tener nada...

En fin. Todo mi cariño. Nada de limitaciones. Todo nato. Nada aprendido. (Nata prendida. Ya no hay sentido...)

Espero que todo siga marchando sobre ruedas, nada más, nada menos. Esperen más mensajes en botellas.

Al compás de unos aplausos flamencos y con un abrazo suave y cálido cual brisita caribeña, me despido por ahora. ¡Y olé!

Piolo

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