viernes, 17 de abril de 2009

Qué viajezote


Literal y figuradamente. Mis últimos días en Madrid estuvieron llenos de, pues básicamente, mocos. La gripa empeoró y caí en cama (una deliciosa cama patrocinada por dos buenos amigos mexicanos que viven en España). También la lluvia decidió caer justo esos días, en los que debía secarse mi ropa, pero nada, continuó lavándose por más de 48 horas. Al final, el sol me sonrió y pude empacar minutos antes de partir al aeropuerto. Ese día empaqué también mi última comida madrileña, que consistió en, mmmh, grasa, mucha grasa: vegetales, pescado y carne, todo con, eso, harta grasa y harto ajo. Mala combinación si estás a punto de viajar más de 11 horas.
 
Tos. Tos. Y más tos. Tos y tos son cuatro, cuatro y tos son seis: seis horas de tos. Las más graves fueron las tos primeras, digo, las dos primeras. Todo se alivianó en mi escala en Zurich, no sólo porque la vista se deleitó con los “élficos” ciudadanos y el cuidadoso diseño de cada rincón del aeropuerto, sino por las pastillas que compré con mis últimas monedas en euros; unas que cuya caja, también muy bien diseñadita, me daba la impresión de que eran muy medicinales, muy curativas, muy acá, aunque igual no tenía ni perra idea de lo que estaba comprando para la igualmente canina tos. Pero le atiné. Amachinaron bien. Les pasaría el nombre, pero jamás podría repetirlo, mucho menos escribirlo. De cualquier forma ustedes tienen Broncolín, que aunque su abejita deja, estéticamente, mucho que desear, sus dulces son la neta.
 
Luego de sobrevolar los alpes suizos, las costas árabes y, en fin, medio mundo, llegué al otro lado del orbe; creo que, literalmente, estoy justo al otro lado de México, (favor de tomar su globo terráqueo para confirmarme o desmentirme). Mientras el avión aterrizaba, el temor despegaba. “Chale, ¡y ahora qué! ¡Cómo se ocurrió esta jalada! ¡Ya me quiero regresar! ¿A qué hora viene mi mamá por mí?” Luego de pasar la “amabilísima” aduana, de preguntarle y no-entenderle a 10 personas, encontré un servicio de taxi que me llevaría a Pune, la ciudad donde tenía que estar al otro día en la mañana. Qué viaje. Tres horas de pura adrenalina en un país completamente extraño para mí. Yo creía que en México se manejaba mal, luego conocí a los puertorriqueños… Pero no, señores, los ganadores del premio, en la terna por “Los peores conductores del mundo” son: ¡¡¡los indios!!! Por mucho. O quizá debería decir “los mejores”, pues según las leyes físicas, automovilísticas y naturales, todos los conductores ya deberían estar muertos. Peatones, motociclistas, camioneros, taxistas, “rickshawistas”, todos rifándose el pellejo cada dos segundos. Una locura. Y cada tantos minutos, “Miguel”, el conductor del taxi, me preguntaba si no había bronca en que se parara al baño, por un café, por agua, etcétera. Y yo, “pues no, claro que no hay bronca. Cómo va a haber bronca: estoy en tu país, en tu taxi, no entiendo nada de lo que hablas con tus compinches, no he dormido en millones de horas y estoy un poco muy cagado de miedo, mi vida está en tus manos, párate cuantas veces quieras, yo me quedo aquí dentro, sin agua ni baño ni la menor gana de bajarme, pero no hay bronca, ¡cómo va a haber bronca!”
 
Luego de escuchar durante tres horas el claxon de Mike y el de decenas de otros conductores –ya no sé ni pa’ qué lo tocan, digo, si quieren llamar la atención, más bien deberían quedarse en silencio más de dos segundos y con eso todos los voltearían a ver; incluso cada camión que veía tenía pintado un irónico letrero en la parte trasera que versaba cosas como “Sí, toca el claxon, por favor”; lo mismo ocurría con las luces altas, mejor deberían dejarlas activadas todo el tiempo–. Milagrosamente llegamos a Pune, donde me esperaban cinco horas en un café que abría toda la noche, hasta que dieran las 9am y pudiera entrar al centro de meditación en el cual pasaré los siguientes meses. Pero, oh, sorpresa, dicho café ya no abre las 24 horas. A buscar hotel. El “Miguel” se rifó. Luego de varios intentos fallidos, encontramos uno. Ya eran como las 4am. Hubiera pagado lo que fuera, millones (si los tuviera), pero a penas fueron unos cientos. Olía a rayos y no le servía la regadera, pero qué diantres. A dormir… O no… Porque no pude pegar el ojo en “toda” la noche. El exceso adrenalina, seguro. Y la tos.
 
A la mañana siguiente, luego de una pésima pero cómoda transacción para que me aceptaran dólares y no rupias, cargué mi equipaje, mis tres pesadísimas maletas, y me dispuse a caminar hasta el centro de meditación, que estaba como a 15 cuadras. Chale. Ahí mi primer aprendizaje de acá: cuando tienes mucho, hay que cargar con ello, tienes miedo de que te roben, te mueves más lento, te quita libertad, te cansas el triple, te estresas de más. Muchas veces, entre menos tienes, menos te preocupas. Traigo demasiado que no necesito acá (silbatos, vestuarios, pelotas), pero que fueron un paro en Puerto Rico y en Madrid. (Por cierto, la playera que elegí para viajar a India tiene el logo del festival de PR, hermosamente diseñado por la talentosa Adriana –carnala colombiana que me alojó en PR, junto con sus adorables marido e hijo; se los “attacheo”–, pues era muy simbólico para lo que estaba a punto de hacer.) Llegué. Al centro de meditación. Al silencio. Al sonido del agua. A un semi paraíso.
 
Hoy fue mi primer día ataviado con sólo una toga. No manches qué comodidad. Y también mi primer probadita de este sitio, donde viviré y trabajaré los próximos, cuando menos, tres meses (donde también ya probé comida que ni idea de qué era, pero tenía especias que lo mismo podrían estar en tu incienso, que en tu champú o tu comida; con todo, estaba re güena). Se ve y se siente muy divertido y enriquecedor (claro, para quienes encuentren divertido andar casi en pelotas bailando alocadamente, respirando de forma extraña y balbuceando con una israelí, dos canadienses, tres alemanes, cinco indios, cuatro ingleses y dos mexicanos; sí, suena a chiste de “ahí tienes que era un gringo, un francés y un…”– Mañana me asignan mi chamba. Misma que puede cambiar de un día a otro, sin previo aviso, con el afán de estar abierto al cambio, sin apegos. Lo mismo puede suceder con la habitación, lo cual espero que tarde, pues apegos aparte, ésta está que arde; buen espacio, balconcito y todo. Chido.
 
Me marcho a mi primer meditación mega comunal de en las tardes. Cientos de personas vestidas de blanco bailando, gritando y callándose juntas. Tengo miedo, pues la tos está prohibida, en serio. A ver qué tal… Seguro no habrá tos…
 
 
Entre togas, aves, plantas y aromas exóticos,
 
Piolo (Por cierto, acá decidí ser “Luis Fernando”, nunca lo he sido, y creo que es un buen momento para conocerlo, para serlo, hacerlo…)

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